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Cultura y diversidad
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Cultura y diversidad

Cultura, diversidad, variedad en la morfología de una nación y mi yo. I de III

Por Virginia Roca Pezzotti
domingo 01 de noviembre de 2015, 14:47h
Cada día de su mano iba a conocer los sin voces, los despojados de los derechos humanos, civiles y ciudadanos, los desterrados del bienestar social y confinados por la carencia de oportunidades educativas y de oportunidad laboral. Yo caminaba de su mano, para ir a conocer e interactuar acon aquellos a los que el sistema asignaba jugar y vivir a quemaropa la verdadera pobreza, la que solo se tatúa cuando hay incapacidad de poder trazar otras rutas que den las alternativas para alcanzar vidas propias, y no las vidas que el poder les asigna como guiñapos de guiones fragmentados de vida.

Al dar inicio a este artículo se agolpan en mi mente una vida como habitante de un espacio-habitat poblado por un ecosistema natural, patrimonial, coyuntural, social, político, donde revolotean en danzas vertiginosas los significantes intangibles que todo un conglomerado humano, que va y viene en una interconexión intensa segundo a segundo de sus existencias, maneja, conoce, interactúan en base a él, y lo descodifican de forma intrínseca, yo diría que cuasi molecular.

Para existir ya sea bajo un sol calcinante, o bajo la suave brisa de los pinares en las montañas, sintiendo como se deslizan en los pies la arena suave como pétalo de rosa almibarado, de las costas o de las dunas, o con el sabor agridulce en el paladar de las fresas ante una chimenea que aminora las bajas temperaturas de las alturas, mirando terrenos áridos plagados de güasabaras. Toda esta diversidad y variedad, coexistiendo o en un mismo paquete bañado de palmeras con cielos enrojecidos de lunas llenas.

Yo soy un ser proveniente de núcleos familiares que han formado redes y ecosistemas generacionales de familias: los Roca, los Brache, los Suero, los Pezzotti, los Viñas, los Zarterucchi, los Michell, los Ramírez de Orellana, los Tejada, los Gúzman, los Coma. Los seres que se fueron uniendo en núcleos familiares lo hicieron en otras latitudes y fueron llegando a este territorio ubicado en el mismo trayecto del sol.

De entre ellos, algunos son pilares de mi construcción existencial con una presencia que surge como voces que iluminan el camino y los quehaceres que he elegido. A la vez que han sido ejecutores de la construcción de una Nación.

De niña tenía unos paseos muy especiales. A tempranas horas de la tarde salía con 3, 4 y 6 años, vestida con mi vestido de falda amplia y lazo esplendido, con mi cartera preferida blanca cuya abeja sorbiendo el néctar de una flor, era la imagen perfecta de la laboriosidad que necesita toda sociedad que se respeta. Y yo en tan corta edad llevaba en una mano mi carterita con la eterna laboriosidad de la abeja, y en la otra mano iba colgada de mi extraordinaria abuela. Para mi ella era Aya, la que siempre me amaba y me hacía reconocerme en ese amor, para los demás ella era Dña. Nene, y para las arcas de la memora oficial, era Irene de los Dolores Tejada Guzmán Brache vda. Pezzotti.

Con Aya, mi abuela Nené, iniciaba cada tarde, un recorrido por barriadas de La Vega, visitando personas todas amigas de ella. En estos paseos ella se aseguraba de que todos estuvieran bien, tanto en lo emocional, familiar como en lo material. Lo que no se podía resolver de forma inmediata, se hacía ya desde la casa, donde largas filas de personas, iban recibiendo de sus manos y con su aliento, lo que necesitaban en sus familias, en sus casas, en sus hogares y en sus vidas. A los paseos y recorridos por las cárceles a donde llevaba misas, salud, y suculentas comidas, nunca la acompañé pues esos eran en horas tempranera cuando apuntaba el alba.

Esa persona, Aya que proveía bienestar a los núcleos familiares dominicanos, porque no sólo eran veganos, fue hija, hermana querida y tía de muchos de los que contrapusieron su bienestar y vida para luchar contra la tiranía, fue esposa amante de un inmigrante italiano, madre decidida de siete hijos a los que forjó como profesionales y personas de bien. A los que vio morir antes y después de partir al exilio para no vivir en el drama de traficar la dignidad por el derecho a vivir según las normas inmundas de un sátrapa.

Ella, mi abuela, Aya, huérfana de su amor perfecto, arrastró con decidido dolor la orfandad de su prole, se hizo cargo como una amazona en la década de 1920, de la mayor importadora del país, y de varias farmacias de su propiedad en: Sánchez, en Santo Domingo La Esmeralda, las emblemáticas Farmacias Central y la Centralita en La Vega, y en Salcedo.

Esa, ella mi abuela, Aya, la que me decía mi querubín, me llevaba a conocer la realidad, me exponía a ella a la vez que me arropaba en su amor.

Cada día de su mano iba a conocer los sin voces, los despojados de los derechos humanos, civiles y ciudadanos que les correspondían, los desterrados del bienestar social y confinados por la carencia de oportunidades educativas y de oportunidad laboral. Yo caminaba de su mano, para ir a conocer e interactuar, con aquellos a los que el sistema asignaba jugar y vivir a quemaropa la verdadera pobreza, la que solo se tatúa cuando hay incapacidad de poder trazar otras rutas que den las alternativas para alcanzar vidas propias, y no las vidas que el poder les asigna como guiñapos de guiones fragmentados de vida. Ella, mi abuela Aya, marcó muchas vidas, y por sobre todo, ella, mi abuela, Aya, marcó la mía.

Los pilares de mi vida, eran próximos, muy cercanos, eran mi familia.

En las noches dos veces a la semana, miércoles y domingo, me buscaba mi abuelo, Sibaló, José Alcibiades Roca Suero, con su figura gallarda, de una elegancia impecable, me tomaba de la mano, mientras con la otra empuñaba su bastón, y recorríamos parte del pueblo hasta llegar al Parque D a disfrutar de la Retreta que la Orquesta Municipal ofrecía por las noches, dos veces a la semana.

La figura de este hombre por el que me decían de niña Sibalocita, tal era nuestro parecido y unión, se dibujaba en la sombra que proyectábamos al caminar como un Hércules de amor que me protegía.

De la mano, recorríamos el Parque, mi niñez ávida de los porqués de la vida, hacía que en ocasiones me soltara del lazo de amor de sus manos, para cual ave del paraíso gesticularle aún más las preguntas que le formulaba como notas musicales atropelladas que lograban silenciar en esas noches memorables los acordes de la Orquesta Municipal.

Luego él, paciente, hacía que retomáramos el ritmo de nuevo con nuestras manos entrelazadas como lazos de palomas blancas. Y con la mano que sostenía el bastón de tiempo en tiempo la levantaba para tocar su sombrero y en un gesto hidalgo saludar a algún conocido que entretejía su paseo con el nuestro generando un encuentro. Poco a poco se formaba un punto de reunión en el Parque en el que se desataba una peña, con diálogos que pincelaban las noches veganas y los destinos nacionales. Yo me absorbía en esos diálogos y los musicalizaba con los acordes de los danzones y polkas que se mecían de fondos al unísono de sus bocas. La discreción de mi abuelo, no le restaba nada al hecho de ser prominente abogado, Presidente de la Suprema Corte de Justicia, y conocedor inagotable de extrema sabiduría, lo que le hacía centro de esas peñas, en las que el dialogo fluía mientras yo, apenas una niña revoloteaba, entre rompecabezas de análisis con la plena libertad de entradas y salidas irrestrictas

Al llegar cada día de la escuela, en esos primeros años de mi vida, regresaba a un hogar en donde la lectura continuaba el mundo mágico de conocimiento que Rhina Espaillat Brache, prima de mi padre, construía en su escuela. Ella, Miss Rhina, tenía, hace mucho más de 50 años atrás, la visión abierta de un mundo global, sin fronteras, unido por las artes, por la cultura y por la vocación ejercida de una humanidad cada vez más consciente de sus rol, como parte de un sistema universal de vida. En aquella escuela, la primera María Montessori del país, el ambiente tenía siglos de distancia de lo que en ese presente acontecía, porque Miss Rhina era una iluminada que ejercía de forma consciente su plena humanidad generadora de cambios transformadores, marcándonos a todos los que traspasamos las puertas del saber que ella construía día a día y protegía como templo sagrado de la libertad que solo el conocimiento concede.

Por las noches en las que no iba a danzar las palabras de un mundo adulto en las retretas semanales, paseaba con mis padres, visitábamos a sus amigos hermanados de toda una vida o los recibíamos en casa. Junto a mis padres y familiares, siempre tuve el pleno derecho a estar en esos paseos, visitas y conversaciones de adultos, nunca me fueron vedadas, ni recibí ninguna mirada indicando que mi presencia no era deseada, como en el caso de otras existencias que me son contemporáneas. Bien al contrario era bienvenida como parte de un núcleo familiar al que pertenecía por derecho de nacimiento y por práctica de conocimiento.

De esta forma mis ancestros inmediatos crearon un moisés de orígenes, análisis, cotidianidades, historia política y universal, literatura, de laboriosidad social, de acción y toma de consciencia de la realidad, en la que me formaron, arrullaron en sus brazos y con sus manos, me protegieron, me expusieron, y por sobre todo me amaron, me descorrieron las cortinas de un escenario, diverso, variado, en donde ellos y yo somos constructores día a día de una nación. Sus enseñanzas fueron únicas y sus voces intangibles al unísono decían: ve al mundo construye y haz lo que haya que hacer para con tu quehacer ser un ente transformador de la morfología de una nación que ya es parte de un concierto unificado de la humanidad universal, en donde siempre seremos uno en el mosaico de la diversidad.

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