Las reacciones no se hicieron esperar. La rabia, molestia, impotencia, desesperanza o de crítica abierta acapararon el quehacer nacional en el país suramericano y otras naciones del mundo por lo abusivo y autoritario de dicha medida, que menoscababa el orden institucional y la democracia, marcando la concentración del poder en una sola mano, típico absolutismo equiparado a la Europa medieval.
A diferencia del autoritarismo, la democracia se sustenta en el respeto por los otros, en el mutuo reconocimiento de que siendo iguales somos también diferentes en formas de sentir, pensar y actuar en el mundo. La democracia debería favorecer la conciencia de las personas de ser parte de una comunidad, con derechos y deberes y con capacidad de reacción frente a las arbitrariedades que cometen las instituciones o las personas en la convivencia cotidiana.
No se trata de cuestionar la existencia de la autoridad en sí misma, del gobierno de Nicolás Maduro, sino de recordarle al mandatario el hecho indiscutible de que en sociedades complejas como en las que vivimos, las personas no pueden decidir sobre todos los asuntos públicos.
En la vida diaria es conveniente estar alerta con aquellos comportamientos que envenenan la convivencia entre las personas, al negarse unas a otras la posibilidad de expresarse, de desarrollar sus potencialidades y de ser respetadas en sus diferencias. La poca claridad sobre estos puntos conduce no sólo a la arbitrariedad sino también a su aceptación como un hecho normal de la vida social.
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