La vigilancia digital en EE.UU. plantea un dilema entre seguridad y libertad, evidenciado por el uso de tecnologías invasivas por parte de ICE. Casos como el de Carmen Aristegui ilustran los riesgos para periodistas y disidentes. La tensión entre derechos civiles y control estatal se intensifica globalmente, afectando democracias.
Cuando la libertad tiene ojos. La vigilancia digital de ICE en Estados Unidos, ya no mira desde la sombra, pronto las redes sociales serán su búsqueda en EE.UU y enfrentará una pregunta urgente: ¿cuánta libertad estará dispuesto a perder para sentirnos seguros?
La expansión global de la vigilancia digital pone en jaque las libertades civiles, enfrentando a defensores de la privacidad con promotores de la seguridad en Estados Unidos. En la era de los algoritmos omnipresentes, crece la tensión entre la promesa de seguridad total y el riesgo de una sociedad permanentemente vigilada.
En 2015, la periodista mexicana Carmen Aristegui descubrió que su teléfono había sido convertido en un espía de bolsillo. Durante ese año y el siguiente, su dispositivo fue infectado con el software Pegasus –un programa de espionaje de grado militar– debido a sus investigaciones periodísticas sobre corrupción en las más altas esferas del poder. Años después, un juez confirmaría que aquella intervención, realizada sin orden judicial durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, violó su privacidad y buscó inhibir su labor periodística, poniendo en riesgo su integridad, la de su familia y sus fuentes. La historia de Aristegui –víctima de un espionaje clandestino por revelar verdades incómodas– ejemplifica los peligros de una era en la que las herramientas digitales de vigilancia, originalmente justificadas para combatir el crimen y el terrorismo, se vuelcan contra periodistas, activistas y ciudadanos críticos. Este ejemplo es lo que podría vivir los estadounidenses con la nueva vigilancia de ICE.
Este caso extremo en México no es aislado, sino parte de una tendencia global. En todas las latitudes, la tecnología está otorgando a los Estados un poder de vigilancia sin precedentes, y con ello surgen dilemas éticos y políticos de enorme calado. Estas tecnologías –desde malware espía hasta el monitoreo masivo de datos personales– están generando un efecto escalofriante en la sociedad: voces disidentes moderan sus palabras por temor a ser vigiladas o sufrir represalias. Organizaciones de derechos humanos alertan que la vigilancia indiscriminada amenaza derechos fundamentales como la privacidad, la libertad de expresión e incluso la protesta pacífica, convirtiendo a los ciudadanos en sujetos de autocontrol y censura. El dilema es universal: ¿hasta dónde se puede sacrificar la libertad en nombre de la seguridad? A continuación, examinamos cómo se libra esta batalla en Estados Unidos, Europa y América Latina, en el pulso entre la defensa de las libertades civiles y la tentación de un Estado omnipresente que todo lo ve.
Estados Unidos y la seguridad nacional a costa de la privacidad
Paradójicamente, Estados Unidos, bastión histórico de la democracia liberal, enfrenta hoy serias críticas por su aparato de vigilancia. Según Freedom House, el país ocupa apenas el 12º puesto mundial en libertad digital, señalando la vigilancia gubernamental y la recopilación de expedientes sobre periodistas, políticos y activistas entre los factores que merman esas libertades. Tras los ataques del 11-S, Washington amplió drásticamente sus poderes de espionaje en nombre de la seguridad nacional. Programas secretos revelados en 2013 por Edward Snowden mostraron que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) monitoreaba comunicaciones globales incluyendo las de ciudadanos estadounidenses y líderes aliados desatando un álgido debate interno. Desde entonces, el país vive una tensión constante entre quienes justifican la vigilancia masiva por motivos de seguridad y quienes denuncian su costo para los derechos civiles.
Un ejemplo claro es la Sección 702 de la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA), autorizada tras 2001 para espiar sin orden judicial a personas fuera de EE.UU. con fines de inteligencia. Con el tiempo, esta herramienta se desvirtuó en un mecanismo de espionaje doméstico: agentes del FBI realizaron millones de búsquedas en las bases de datos de la NSA, interceptando comunicaciones de estadounidenses sin mediación judicial incluyendo las de manifestantes, activistas por la justicia racial, 19,000 donantes de una campaña política, periodistas e incluso miembros del Congreso. Este uso expansivo, oculto tras la capa del secreto, ha suscitado alarma. “Extender unilateralmente un programa de espionaje masivo tan flagrantemente abusado traiciona la confianza pública”, advirtió la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU), reclamando al Congreso que frene su reautorización si no se introducen reformas profundas.
Ahora en 2025, la administración del presidente Donald Trump ha llevado la vigilancia a nuevas cotas de tecnovigilancia masiva. En pocos meses, Washington aceleró el despliegue de una vasta infraestructura tecnológica que escanea redes sociales sin autorización, analiza datos biométricos, financieros y médicos, intercepta comunicaciones telefónicas y registra matrículas de automóviles para rastrear movimientos, todo sin control judicial previo. Por primera vez, el Gobierno presume abiertamente de este sistema, enfocado inicialmente en perseguir a inmigrantes y extranjeros dentro del país. “La vigilancia en EE.UU. no empezó con Trump, ni concluirá cuando él deje la Casa Blanca. Sus cimientos se establecieron durante décadas, con apoyo bipartidista, bajo el pretexto de la seguridad nacional”, explica Esra’a Al Shafei, activista bareiní de derechos civiles que estudia este fenómeno. Detrás de esta expansión hay presupuestos destinados a agencias de inteligencia y a proveedores privados; empresas de tecnología militar como Palantir, Anduril o GEO Group han obtenido contratos millonarios aportando al Gobierno las herramientas digitales para construir este Estado de vigilancia.
Entre las nuevas tácticas, destaca el uso de algoritmos de inteligencia artificial aplicados al control social. El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) confirmó en abril que utiliza una herramienta llamada Babel X para recopilar información de redes sociales sobre viajeros considerados sospechosos, rastreando sus publicaciones en busca de señales de alarma. A su vez, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) ha admitido que emplea el programa SocialNet, que agrega datos de más de 200 fuentes –incluyendo perfiles de Facebook, Twitter/X, Instagram, LinkedIn e incluso aplicaciones de citas– para construir perfiles detallados de personas bajo su lupa. Washington reconoce oficialmente que basta con encontrar en los feeds de alguien “actividad antisemita” –por ejemplo, haberse manifestado en redes contra determinadas acciones militares de un país aliado– para denegarle el derecho de asilo o la ciudadanía. Asimismo, se anima a los funcionarios estadounidenses a denunciar a sus colegas si perciben en ellos algún tipo de “sesgo anticristiano”, según una orden ejecutiva firmada por Trump en febrero de 2025. “Usar la vigilancia en redes sociales para intimidar, acosar, alienar, deportar, encarcelar o arrestar es antitético a muchos de los principios sobre los que se basa la democracia”, ha advertido Paromita Shah, directora de la ONG Just Futures Law, frente a estas medidas.
Las redes sociales, sin embargo, son solo la superficie de esta estrategia. Para alimentar la maquinaria de seguimiento automatizado hacen falta volúmenes masivos de datos personales. Una parte de esa información el gobierno la obtiene comprándola a corredores de datos privados (data brokers) como Thomson Reuters o LexisNexis. Estas empresas comercian con perfiles exhaustivos de millones de personas con hasta 10,000 datos diferentes por individuo, recopilados del rastro digital que incluyen desde nombre, dirección, ingresos y hábitos de compra hasta historial médico, preferencias de ocio, e incluso detalles íntimos como el perfil emocional o la vida sentimental de cada quien. Simultáneamente, la administración Trump creó una nueva entidad, el Departamento de Eficiencia Gubernamental (apodado irónicamente DOGE), que ha centralizado bases de datos sensibles de cientos de millones de ciudadanos procedentes de otras agencias federales desde declaraciones fiscales hasta historiales clínicos. Con estos dos caudales de información, empresas contratistas están construyendo herramientas de control sin precedentes: la compañía Palantir, por ejemplo, acumula más de 2,700 millones de dólares en contratos con el Gobierno para desarrollar una nueva plataforma de deportación (ImmigrationOS) que integra todos esos datos y agiliza la localización y expulsión de migrantes.
MAPA DE LIBERTAD DE PRENSA
El giro hacia una vigilancia total en EE.UU. enciende alertas sobre sus implicaciones democráticas. En marzo de 2025, el prestigioso monitor internacional CIVICUS agregó por primera vez a Estados Unidos a su watchlist de países con rápido deterioro de las libertades cívicas, situándose junto a naciones con historia autoritaria. El informe citó una serie de medidas recientes desde el despido masivo de empleados públicos y su sustitución por leales al nuevo gobierno, hasta la restricción del acceso de la prensa a las ruedas informativas presidenciales como parte de un “ataque sin precedentes al Estado de derecho, no visto desde la era del macartismo”, que estaría creando un ambiente de miedo para la disidencia. En la práctica, Estados Unidos ha pasado a ser calificado sólo como un espacio “estrecho” para la sociedad civil, según CIVICUS, con violaciones ocasionales a derechos de asociación, protesta pacífica y expresión. Que el país de la Primera Enmienda figure ahora en listas de vigilancia de libertades supone una llamada de atención: refleja la preocupación de que la patria de la libertad esté adoptando tácticas de vigilancia y control dignas de regímenes que históricamente criticó, sacrificando privacidad y transparencia en pos de una seguridad omnipresente.
Europa y sus derechos digitales frente a espionaje en la sombra
En Europa, el péndulo parece inclinarse hacia el otro lado. El Viejo Continente ha erigido con los años un robusto andamiaje legal para la protección de la privacidad individual. Ya en 1981, el Convenio 108 del Consejo de Europa estableció estándares pioneros en materia de datos personales, reconociendo la privacidad como un derecho humano esencial para la dignidad y la libertad en la era digital. Hoy la Unión Europea cuenta con algunas de las leyes de protección de datos más estrictas del mundo, notablemente el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR)– y cada Estado miembro dispone de agencias de supervisión independientes. En teoría, los ciudadanos europeos gozan de garantías formales más sólidas frente a la vigilancia abusiva que sus pares de otras regiones.
Esa vocación garantista se ha traducido en acciones concretas. Los tribunales europeos no han dudado en frenar los excesos de vigilancia cuando chocan con los derechos fundamentales. Un caso emblemático ocurrió en 2020, cuando el Tribunal de Justicia de la UE invalidó el acuerdo de transferencia de datos UE-EE.UU. conocido como Privacy Shield. La corte concluyó que el acuerdo no ofrecía una protección adecuada contra la intromisión de los programas de vigilancia estadounidenses, violando así el derecho a la privacidad de los europeos. Fue la segunda vez –ya en 2015 se había tumbado el previo acuerdo Safe Harbor– que Europa cancelaba un pacto de transferencias de datos con EE.UU. debido a las prácticas de espionaje de la inteligencia norteamericana. Otro hito ocurrió en 2021: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó que el sistema de interceptación masiva de comunicaciones del Reino Unido (revelado por Snowden años antes) violaba el derecho a la privacidad y la libertad de expresión, al carecer de salvaguardias suficientes e independencia en su control. Los jueces europeos subrayaron que incluso si la vigilancia masiva se justifica contra amenazas graves, debe estar sujeta a “garantías de extremo a extremo” desde la autorización previa por un ente verdaderamente independiente, hasta supervisión y revisión ex post facto para prevenir abusos. Este tipo de sentencias han forzado reformas; por ejemplo, el Reino Unido reemplazó su marco legal por la Ley de Poderes de Investigación (Investigatory Powers Act, IPA) en 2016, intentando introducir mayor supervisión a sus agencias de inteligencia.
Sin embargo, Europa no es inmune a los escándalos de espionaje digital. En los últimos años ha estallado el llamado Pegasus-Gate en el corazón de la UE: varios gobiernos del bloque habrían utilizado el spyware Pegasus –desarrollado por la empresa israelí NSO Group– para espiar a opositores políticos, periodistas e incluso líderes extranjeros. Una comisión de investigación del Parlamento Europeo (PEGA), establecida en 2022, reveló que países como Polonia y Hungría admitieron haber adquirido Pegasus, y existían sospechas fundadas de su uso para vigilar a rivales del gobierno. El propio comité nació al calor de revelaciones impactantes en España: el escándalo bautizado como CatalanGate destapó que al menos 65 personas del entorno independentista catalán incluyendo políticos, abogados y activistas fueron objetivo de Pegasus, con sus teléfonos infectados silenciosamente para extraer mensajes y convertirlos en micrófonos encubiertos. Incluso el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, confirmó que su móvil oficial había sido hackeado con Pegasus, al igual que los dispositivos de su ministra de Defensa y otros altos cargos, en hechos coincidentes con crisis políticas y diplomáticas. Otras democracias europeas han enfrentado situaciones parecidas: en Francia, se supo que el presidente Emmanuel Macron figuraba en la lista de posibles objetivos de espionaje con Pegasus, según investigaciones periodísticas de 2021; en Reino Unido, expertos de Citizen Lab alertaron que la oficina del entonces primer ministro Boris Johnson pudo haber sido blanco de intentos de hackeo con el mismo software en 2020-2021. La lista sigue: Grecia destapó el espionaje al líder de un partido de oposición con un malware similar, y en otros países se investigan usos de herramientas espía por parte de altos funcionarios con fines políticos. En síntesis, la promesa europea de privacidad también ha sido puesta a prueba por las tentaciones del Gran Hermano digital. H.A.A.