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José Mármol.
José Mármol. (Foto: Cortesía)

José Mármol habla de familia, sociedad y literatura

martes 27 de julio de 2021, 22:00h
En ocasión del Día de los Padres Diario Hispaniola entabló un diálogo con uno de los autores dominicanos más reconocidos de nuestros días. Conversamos con el laureado escritor José Mármol.

Le preguntamos acerca de su niñez, del recuerdo de su padre y de la influencia que tendría éste en la vocación que desarrollaría con el paso de los años. También le inquirimos a propósito de sus miedos, de las circunstancias difíciles que le ha tocado vivir y cómo las superó. Quisimos saber, igualmente, cómo se combinaron en él la vocación literaria, las obligaciones profesionales, los hijos y la familia.

El poeta nos respondió con sencillez y profundidad. Sus palabras reflejan su vida y, naturalmente, su sociedad y su tiempo, de manera sensible y profunda. Ofrecemos sus reflexiones a nuestros lectores. Es nuestro presente en ocasión del Día de los Padres.



¿Puede hablarnos de su niñez y del mejor recuerdo que tiene de su padre?


Tuve, lo que podría llamarse, una infancia feliz, aunque con limitaciones de orden material, pero con esmerado cuidado, educación de hogar y auténtico amor de padres. Nací en la capital, en Ciudad Nueva, pero crecí en La Vega. Mi padre, aunque vivimos siempre en la ciudad, no se separó de la tierra y su pasión por ella y sus bondades. El campo era su ilusión, su realización como ente productivo, transformador, inventivo. Vivimos en las inmediaciones del Club Parque Hostos, un barrio de clase media baja, habitado por gente laboriosa, humilde, familias veganas tradicionales y en algunos casos, familias inmigrantes.

Las actividades deportivas y culturales eran de vital importancia. Perdí a mi padre, a causa de un fatal accidente, cuando apenas empezábamos a ser los mejores amigos. Yo acababa de cumplir 25 años de edad. Me enseñó, sobre todo, principios éticos y valores humanos. Él los encarnó, practicó y transmitió dulce y serenamente. Me enseñó la importancia de la disciplina, el respeto a los demás y la solidaridad frente a los más vulnerables.

¿Tienen acaso algo que ver el ambiente de su niñez y el recuerdo de ese padre con su vocación literaria?

Mi padre completó apenas un tercer curso de primaria, en Río Verde, La Vega. Mi madre se hizo bachiller en Villa Vásquez y trabajó como oficinista por muchos años en el sector público, tanto en Santo Domingo como en La Vega. No crecí en un hogar con libros, excepto La Biblia y los textos escolares. Sin embargo, mi padre me instruyó en el amor a la naturaleza, que es el modelo de todos los libros. Mi vocación literaria fue temprana. Él se enorgulleció de mis primeras publicaciones, las pocas que en vida conoció. Elegí y compré yo mismo los libros que me han acompañado.

En su vida, seguramente ha habido unos tiempos más difíciles que otros, ¿puede hablarnos de dificultades y satisfacciones?

Ningún momento ha sido más difícil que el de tener que procurar fuerza interior para desconectar a mi padre de un respirador artificial en el Hospital Darío Contreras, y sentir cómo de sus manos se le escapaba la vida. Aunque también fue difícil verla morir, mi madre nos acompañó hasta sus 92 años, la mayoría de ellos con buena salud. La muerte ha sido el reloj que ha contado mis tiempos más difíciles. Incluso, la pérdida de nuestro tercer hijo, Rubens José, que nació prematuro. Cuatro días le bastaron para dejarnos una huella indeleble.

Mis tiempos más felices siguen siendo aquellos en que puedo compartir con mi esposa, nuestros hijos, mis hermanos, mis nietos, la familia y un puñado de viejos y buenos amigos. Después de todo, la felicidad es como la vida misma, algo que se te resbala, algo que se te escapa cuando precisamente creías tenerla muy segura contigo.

¿Qué lo ayudó a sobrellevar los tiempos difíciles? ¿Dónde encontró la fuerza que siempre es necesaria para salir adelante?

El mejor chaleco salvavidas para vadear ríos y océanos con aguas difíciles, procelosas o turbias es una fuerte y amorosa red de apoyo familiar. O bien, como reza el verso de José Martí: “el amigo sincero, que te da su mano franca”. Ese recurso no me ha faltado nunca. En adición, tengo la pasión por la literatura y la filosofía.

Esa pasión suele convertirse en refugio, en especial y solitario espacio, donde dialogas contigo mismo y con un real o hipotético alter ego. La fuerza para vencer la adversidad está en la calidad ética y espiritual de que está hecho tu propio armazón existencial.

Ver en el otro la esencia de ti mismo; vivir en su felicidad tu libertad, en su realización como persona tu responsabilidad como individuo, ahí, no en otro lugar, radica el principio de la fuerza que inspira la voluntad de seguir adelante. Esa magia pequeña me la enseñaron mis padres.

¿Puede hablarnos de sus hijos? ¿Cómo recuerda las circunstancias en qué nacieron? ¿Le asustó ser padre?

Por supuesto que asusta, en principio, ser padre; especialmente, si lo eres en plena juventud. Sin embargo, es el susto más hermoso que se pueda experimentar. Yasser y Alberto son, tanto para Soraya, su madre, como para mí, nuestra mejor obra humana, nuestra realización como padres comprometidos con aportar a la sociedad hombres de bien, con sensibilidad humana y social, con un elevado sentido de sus roles en la familia, en el trabajo y en la comunidad. Les dimos lo mejor de nosotros mismos, para que ellos, más allá de nuestras limitaciones, como simples humanos, den a sus hijos y a su generación, lo más acabado del crisol de sus espíritus. Ellos son, para nosotros, el significado último de la palabra esperanza.

A lo largo de los años. ¿cómo se combinaron la vocación literaria, las obligaciones profesionales, los hijos y la familia?

La disciplina, un atributo cincelado por mi padre, ha sido la clave. Tuve que buscar, primero, un trabajo en la capital, y luego, o casi al mismo tiempo, inscribirme en la UASD. Allí, en el Taller Literario “César Vallejo”, creado por el poeta Mateo Morrison, afiancé mi interés por la literatura y la filosofía, por la escritura poética y ensayística. Conforme estudiábamos vinieron el matrimonio, los hijos, las obligaciones laborales y profesionales. Todo ello en un marco de estrecheces económicas, pero al mismo tiempo, de ilusiones y sacrificios por dar a nuestros hijos un hogar seguro, amoroso y una buena educación.

He sido madrugador por excelencia, otro aprendizaje de mi padre agricultor, por lo que, en mis horas de estudio y creación, mi esposa y los niños dormían. No les robé pues calidad al tiempo para ellos. Han sido parte activa de mi evolución como persona y como escritor. Cuando conviertes la vocación por el arte en tu cosmovisión, entonces habrá siempre un tiempo y un espacio para cultivarlo.

¿Qué enseñanzas ha derivado JM de una vida llena de realizaciones?

¿Realizaciones? Esas no cuentan, a decir verdad. Lo que importan son los proyectos por emprender y las nuevas ideas que bullen en tu mente y tu alma. Si reduces tu imaginario y tu voluntad creativa a lo realizado, lamentablemente, estás a un tris de la esterilidad o la petrificación. Trabajar con la palabra es aprender constantemente a recomenzar. La realización es un freno. El desafío es una provocación. Prefiero este último. La vida te exige desaprender para poder aprender. Ser un humilde aprendiz podría resultar mejor que vanagloriarse en lo alcanzado.

¿Tiene algo que decirnos acerca de la evolución de la sociedad de nuestros días?

Evolucionar es una condición propia de la especie. La gran pregunta es: ¿hemos evolucionado para bien o para mal? Para evitar ser fatalistas, debemos convenir en que hemos tenido de ambos extremos. ¡He ahí el problema! Los extremos. Apostar más al tener que al ser nos hizo perder el significado del punto medio aristotélico como un fértil recurso para la armonía y el equilibrio.

Somos una sociedad atrapada en la productividad, la eficiencia, el rendimiento, el narcisismo, el libertinaje de las redes sociales (que son, para mí, reses, es decir, animales sociales), la pornografía de lo expuesto, la pérdida de los vínculos humanos, la insolidaridad irresponsable, la tecnificación robótica y la digitalización, no solo de los procesos en la vida cotidiana, que no estaría nada mal, sino de la mente y del espíritu, que nos coloca al borde del abismo.

Creímos que la pandemia de la Covid-19, que estremeció la arrogancia del poder económico, del individualismo rampante y del estatuto de la ciencia como máximo saber, nos llevaría a una “nueva normalidad”; una en la que seríamos más humildes, más solidarios, más libres de ataduras materiales y mancuernas ideológicas, sexistas, xenófobas e irracionales. Pero no.

La terquedad humana parece no tener límites. No bien descubrimos la eficacia de algunas vacunas, ya estamos volviendo a las andaduras de la autosuficiencia, el derroche y la agresión constante a la naturaleza. Algo anda mal, dijo una vez el historiador Tony Judt. Vivimos en una inmediatez mercurial que diluye, incluso, nuestra propia identidad, la hace efímera, volátil, irrelevante. Lo justo sería evolucionar para mejorar al ser humano, sus virtudes y transformar radicalmente el mundo.

¿Qué mensaje tendría para los jóvenes dominicanos de hoy?

Que sean abanderados incorruptibles de la integridad, la honestidad, la solidaridad, la dignidad y la justicia. Que tengan una mayor sensibilidad frente a la naturaleza y al prójimo. No sería posible vivir sin los recursos naturales y sin el otro. Que no teman en denunciar el egoísmo, el dolo, la hipocresía y la impunidad. Que no cesen en la lucha por la libertad y por el respeto a los derechos humanos fundamentales. Que no alquilen su sentido íntimo y profundo de la vida, que no lo mediaticen, que no lo deshonren; que no tengan luego, avergonzados y tristes, tener que pagar monedas sucias por intentar recuperarlo en una compraventa de dudosa reputación. Que la vida les resulte una aventura responsable.

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