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Monólogo de pobreza en Marguerite Yourcenar. (parte 1)

Por Antonio Sánchez Hernández
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jueves 06 de agosto de 2020, 00:06h
“Ya sé que todos los hombres están solos, pero yo más. Me sentí más solo que nadie cuando llegué a la ciudad de México y nadie hablaba conmigo y desde entonces la soledad no me ha abandonado”. Juan Rulfo.

De repente descubrimos que “algunos temas se respiran en el aire de un tiempo; también están en la trama de una vida. No necesito decirte que éramos muy pobres. Hay algo patético en los apuros económicos de las viejas familias campesinas, que parecen continuar viviendo sólo por fidelidad. La pobreza, Dios mío, no tiene mucha importancia para un niño; tampoco la tenía para mi madre ni para mis hermanos, porque todo el mundo nos conocía y nadie nos creía más rico de lo que éramos. Aquellos ambientes tan cerrados de entonces tenían esas ventajas: consideraban menos lo que eras que lo que habías sido. El pasado, por poco que uno piense, es algo infinitamente más estable que el presente, por lo que parece de una consecuencia mucho mayor.

No pienses que trato de ser efectista, sobre todo al final de una frase o de una pandemia, pero podría decirse que en las viejas familias son los vivos los que parecen ser la sombra de los muertos. Terminamos incluso por acostumbrarnos a hablar solo en voz baja, como si temiéramos despertar recuerdos que deben dormir en paz. Pero tampoco éramos desgraciados y debo decir también que nunca oí llorar; sólo que éramos un poco tristes. Dependía de nuestro carácter más que de las circunstancias y todo el mundo, alrededor mío, admitía que se puede ser feliz sin dejar de estar triste.

De repente descubrimos “que todos somos distraídos porque tenemos nuestros sueños. Sólo la continua repetición de las cosas termina por impregnarnos de ellas. Mi infancia fue solitaria y silenciosa; me hizo tímido y por consiguiente taciturno. El ambiente estaba lleno de un silencio que parecía cada vez mayor y todo silencio está hecho de palabras que no se han dicho. Quizás por eso me hice escritor. Era necesario que alguien expresara aquel silencio, que le arrebatara toda la tristeza que contenía para hacerlo cantar. Era preciso servirse para ello, no de las palabras, siempre demasiado precisas para no ser crueles, sino simplemente de la música, porque la música no es indiscreta y cuando se lamenta no dice por qué. Se necesitaba de una música especial, lenta, llena de largas reticencias y sin embargo verídica, adherida al silencio, para acabar por meterse dentro de él. Esa música ha sido la mía. Ya vez que no soy más que un intérprete, me limito a traducir. Pero sólo traducimos nuestras emociones: siempre hablamos de nosotros mismos.

De repente descubrimos que “presiento que lo que estoy escribiendo se hace cada vez más confuso. Seguramente me bastaría, para hacerme comprender, con emplear unos términos precisos que ni siquiera son indecentes porque son científicos. Pero no los emplearé. No creas que les tengo miedo: no se debe tener miedo a las palabras, cuando se ha consentido en los hechos. La vida es más compleja que todas las definiciones posibles; toda imagen simplificada corre el riesgo de ser grosera. No creas tampoco que apruebo a los poetas por evitar los términos exactos, ya que solo saben hablar de sus sueños. Hay mucha verdad en el sueño de los poetas, pero no toda la vida está contenida en ellos. La vida es algo más que la poesía, algo más que la fisiología e incluso que la moral en la que he creído tanto tiempo. Es todo eso y mucho más: es la vida. Es nuestro único bien y nuestra única maldición. Vivimos. Cada uno de nosotros tiene su vida particular, única, marcada por todo el pasado sobre el que no tenemos ningún poder y que a su vez nos marca, por poco que sea, todo el porvenir.

De repente descubrimos que “hemos sido educados por mujeres. Yo era el hijo más pequeño de una familia numerosa; era de naturaleza enfermiza; mi madre y mis hermanas no eran muy felices: varias razones para que me quisieran mucho. Nuestra vida, tan austera, era fría en apariencia: teníamos miedo de mi padre, más tarde de mis hermanos mayores. Nada nos acerca tanto a otros seres como el tener miedo juntos.

De repente descubrimos que “la gente que habla de oídas se equivoca casi siempre, porque sólo ven lo de fuera y lo ven de una forma grosera. Echan la culpa a los malos ejemplos, al contagio moral y sólo retroceden ante la dificultad de explicarlos. No saben que la naturaleza es más diversa de lo que suponemos: no quieren saberlo porque les es más fácil indignarse que pensar. Elogian la pureza porque no saben cuánta turbiedad puede contener la pureza. Ignoran sobre todo el candor de la culpa.
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