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La recua de mulos de la abuela Elvira

Nada es real si no lo escribo. Virginia Woolf.

Por Antonio Sánchez Hernández
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antonioasanchezhgmailcom/16/16/22
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domingo 19 de agosto de 2018, 11:13h
¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella, morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede tocar, que al fin y al cabo, si bien se mira no sirve para nada? Gabriel García Márquez.
Como era ya su costumbre a sus cuarenta y ocho años, Doña Elvira, mi abuela, hábil comerciante, madre de once hijos, dotada de una gran fortaleza física y de una pequeña estatura, genealógicamente la descendiente tatatatatarabisnieta del español de tercera Anastasio Frómeta, de una indígena aborigen llamada Mencía y de un africano de nombre Mogave Olivorio, que fueron sus primeros ancestros, penetraba por décima vez la Cordillera Septentrional montada en el primero de sus doce mulos, repletos de mercancías, que vendería en la feria haitiana de Cabo Haitiano en el año 1952.

Mientras la recua de mulos subía y bajaba por trillos conocidos de las montañas cibaeñas, Doña Elvira calculaba que en dos días cruzaría la frontera, y con medio día de marcha adicional en terreno llano, llegaría a su destino el 26 de diciembre. En los dos días de feria, tenía previsto vender todas sus mercancías y regresar con la brisa fresca a su campo natal, en la madrugada del sábado 31 de diciembre, para pasar como siempre, el año nuevo con su familia.

Mientras se limpiaba el sudor y acomodaba su sombrero de pajilla sobre su espeso cabello negro en lo más alto de la cordillera, pensaba en su casa materna, en los once hijos que había dejado en su campo de Tireo en el frondoso Cibao a cargo de su marido, en el Valle de la Vega Real. Estaba segura que estarían bien cuidados por su esposo Lisandro, por ese lado no había problemas. En plena montaña su única preocupación era llegar a la frontera, al poblado de Juana Méndez, donde la cordillera descendía abruptamente y se transformaba en una planicie; de ahí en adelante encontraría terreno llano, un camino de tierra que la conduciría a tiempo a la Feria de Cabo Haitiano.

Había invertido todos sus ahorros, segura de que podía vender, con la ayuda de su comadre haitiana Ana Delphine 8va, las mercancías que llevaba en la recua de mulos y de que compraría muchas mercancías útiles en Haití, para venderlas en el campo cibaeño. Tinajas, radios, guitarras, machetes, pelotas de béisbol, jumeadoras, clerén, linternas, pomadas para ensalmos, plantas medicinales, víveres, frutas. Todo estaba escrito en una pequeña libreta que guardaba celosamente escondida, debajo de su sostén sobre el seno izquierdo. Era asunto de llegar, vender y volver. En una semana su suerte habría mejorado, y le quedaría suficiente dinero para organizar el próximo viaje a Cabo Haitiano a comienzos de la primavera, antes de que llegaran las torrenciales aguas de Mayo.

Cuando Elvira cruzó la frontera haitiana por el poblado de Juana Méndez y se acercaba a Cabo Haitiano, “una vez más le habían sorprendido como los árboles frutales se ordenaban simétricamente en filas, como los ejércitos en días de desfile y en las grandes paradas. Esa riqueza tan ordenada era una herencia del antiguo colono francés hasta que los vientos llegados de Francia hicieron surgir una Bastilla en llamas en el corazón de cada esclavo” y comenzó desde entonces el reino de los papaloas. Extasiada, Elvira la abuela de Joselito miraba los árboles frutales, cuando escuchó una voz gangosa, conocida. Era su comadre Ana Delphine, una negra espigada, siempre alerta, con dientes de azabache, a quién Doña Elvira le había bautizado su segundo hijo en Haití, en uno de sus tantos viajes y que la recibía siempre a la entrada del poblado.
  • Yo sabía que Usted no se perdería esta feria. Hizo muy bien en venir, la venta será formidable, ya toda su mercancía está comprometida. Nunca había venido tanta gente de todas partes de Haití. ¡Esta vez hay gentes de otras islas del Caribe, de la Guadalupe y de la Martinica! le dijo la comadre–

¿Y eso por qué?, preguntó extrañada doña Elvira –
  • Es obra de Enriqueta San Marc, la folklorista. No sé si la recuerda. Es aquella señora gruesa, de voz cadenciosa, a quién llaman “la reina de los sueños”, que le presenté en mi casa en su último viaje. Aprovechando la feria, ella ha organizado una gran fiesta de carnaval, con participación de los mejores y más capacitados papaloas. Hay santuarios y altares de vudú por todas partes. Feria y fiesta, juntas, algo nunca visto. Usted pide su sueño y el papaloa la recompensa –
  • ¿Oíste eso, Pitié? Le dijo doña Elvira al jefe de la recua, un negro robusto, de gran tamaño, hijo de haitianos nacido en el Cibao, hijo de crianza, como pidiendo de su consejo-
  • Oí bien, doña Elvira, sólo que hay que tener mucho cuidado. Feria y fiesta juntas, en Haití, es algo más que un simple baño en las aguas termales de Cabo Haitiano.
  • Eh, deje usted de preocuparse, nous sommes vivantes, comme vouz, comme tous, y señaló alegremente la recua de mulos repletos de mercancías en sus árganas. Cabo Haitiano nunca me ha traicionado y siempre me ha recompensado. Recuerde que aquí fue que el grandioso loco de Henri Cristophe construyó su gigantesca Citadelle. Desde entonces, esto es zona protegida por las ánimas. Vamos a dormir, que tendremos dos días de mucho ajetreo –

Pero a la mañana siguiente, desde muy temprano sorpresivamente comenzó a llover torrencialmente. Los papaloas en guardia y sin pérdida de tiempo se reunieron, formaron pequeños círculos y en coro, invocaron a sus espíritus: “que el sol se alargue, que cese el toque de lluvia, que cabeceen las estrellas, que suenen las matracas de grillos sobre nuestras cabezas, que el oro suene amarillo y la plata blanca, que los días no necesiten nombre sobre los conventos, que todos los ritos sean cantados, que la madre superiora se calme, que la cabra roja haga parir una cabrilla amarilla y gris y trote con ella por todas partes, que salgan a la calle los ataúdes blancos, que las arañas se aposenten en las pantorrillas” –

Una y otra vez, durante una larga hora, cantaron a coro sus cánticos sagrados, que vinieron en aquellos barcos coloniales tan lejanos, buscando espantar la lluvia torrencial, y como por arte de magia, lentamente, el cielo despejó las nubes negras y la lluvia comenzó a ceder, se transformó en una tibia jarina y las espesas nubes oscuras, amenazantes, se movieron hacia la frontera, hacia los lados del poblado de Juana Méndez y se internaron en la cordillera dominicana, dejando ver un cielo azul y despejado. La feria y la fiesta, gracias a los cánticos de los papaloas, podían comenzar como previsto…

En dos días Doña Elvira lo vendió todo y compró lo que quiso. Sus mulos que lucían descansados y muy bien comidos, se tornaron muy juguetones, como niños. Pitié, negro arisco comenzó a observarlos cuidadosamente. Algo extraño veía en ellos, solo un negro de su raza podía percibirlo, pero no lo quiso comentar con nadie. Primero, se merecía un buen baño. Se internó silenciosamente en el monte, en busca de las aguas termales, refrescantes y medicinales, haciendo un extraño ritual con sus manos sobre su áspero pelo africano. Ya se estaba bañando en las aguas termales y de repente miró por encima de la montaña hacia el poblado fronterizo de Juana Méndez. Medio día de cielo claro se mezcló en su mirada con una oscuridad patética. Lo que vio no le gustó para nada. Más allá del poblado de Juana Méndez, la cordillera dominicana estaba cubierta con las mismas nubes negras que los papaloas habían espantado…Hombre desconfiado, oliendo ya a limpio, se acercó a Doña Elvira y le dijo:
  • Madame, será mejor que nos quedemos un día más, para mí la cordillera del lado dominicano, está intransitable –

Doña Elvira que le tenía mucha confianza, por certero, encendió la radio dominicana y escuchó el reporte meteorológico: “una fuerte vaguada azotará el Cibao Occidental en las próximas cuarenta y ocho horas. Se recomienda a todas las personas permanecer en sus casas, por el riesgo de las inundaciones de ríos y arroyos”.
  • Pitié, nos quedaremos un día más y nos iremos el día treinta tempranito, para llegar el día primero por la tarde, aunque tu bien sabes que en meteorología siempre se están equivocando –

Entonces Pitié observó con mucho más detenimiento a la recua de mulos: durante dos días seguían jugando como niños, revolcándose en el suelo. Sin dudarlo, se fue donde Françoise, su concubina haitiana, con toda urgencia, para consultar a los sacerdotes de la magia, y recibir la ayuda de sus guías espirituales. Con él se llevó a toda la recua de mulos. Françoise untó la piel de todos los mulos con aceite sagrado, para que fueran invulnerables a todos los peligros de la cordillera…

Terminó la feria y ya de regreso, cuando llegaron al pueblo fronterizo de Juana Méndez, un sol brillante picaba fuerte sobre sus cabezas. Pero no hicieron más que internarse en la cordillera dominicana y las mismas nubes negras que espantaron los papaloas, empezaron a flotar cada vez con mayor intensidad. Los mulos seguían subiendo por los trillos de las montañas, como si se conocieran el camino de memoria. En lo más alto de la cordillera, ya no se veía nada: los mulos, de repente, se encontraron envueltos en una espesa neblina, se detuvieron y no hubo forma de que caminaran un solo paso. No se veía a dos metros de distancia. Comenzó a llover torrencialmente. Doña Elvira ordenó liberar los mulos de su carga. Apenas se sintieron libres del enorme peso de sus repletas árganas, los mulos se tiraron al suelo y empezaron a revolcarse en la tierra húmeda. En sus juegos, miraban fijamente hacia el cielo, hacia las nubes.

Durante un día entero, embelesados, los mulos “untados” miraban hacia las nubes negras y nada de caminar, ni para atrás ni para adelante. Sólo se levantaban del suelo para seguir jugando y otra vez al suelo, a revolcarse con la lluvia y el lodo, envueltos en la espesa neblina, mirando hacia el cielo. Pitié al notar que Doña Elvira comenzaba a angustiarse, le contó que él había llevado la recua entera donde Françoise, que la recua estaba “untada” con aceites espirituales y que mientras hubiera peligro para ellos, no caminarían un paso en la cordillera.
  • No se preocupe, madame, es su forma de protegernos-

Así fue. Solo cuando las nubes negras se disolvieron y la neblina desapareció completamente, la recua de mulos reinició su camino. Y aunque las aguas de los arroyos bajaban de la montaña con fuerza inaudita, hicieron un retorno tranquilo, sólo que en vez de llegar el día primero lo hicieron el día tres de Enero, todos enlodados, particularmente los mulos.

Una vez llegaron, Doña Elvira le contó a su marido Lisandro toda la historia y le encomendó llevar al río a toda la recua para bañarlos. Cuando Lisandro regresó llamó aparte a Doña Elvira y le dijo:
  • “Vas a tener que salir de todos ellos. Ahora parecen mulos hechores. En el camino de regreso, persiguieron a todas las yeguas sueltas en la sabana. Y a pesar de toda resistencia, todas las yeguas se rindieron ante el empuje brutal de los machos que descargaron en sus entrañas la violencia de sus instintos primarios”.
  • Al escucharlo, Doña Elvira, sé percinó religiosamente en cruz y exclamó: “es que están untados”. Véndelos y compra una recua nueva, recuérdate que antes que lleguen las aguas de Mayo tenemos que preparar otro viaje a Cabo Haitiano –

Asentí con un movimiento de cabeza y me alejé lentamente, dejando a Doña Elvira repartiendo regalos a nuestros once hijos y sólo atiné a prender mi túbano y a atizarme el bigote, cuando escuché a Doña Elvira decirle a la larga camada:
  • Venez mes enfants, je suis encore vivante, comme nous, comme vous, comme tous. Je suis la reine dominicaine de Cap Haitiennne. Gracias a esa recua de mulos “untados” que salvó nuestras vidas en la cordillera-

Y sólo entonces Joselito pensó en su séptima tripleta de su infancia: La formidable abuela Elvira- La recua de mulos untados con aceites espirituales- la superación como una constante.

Cuando Joselito agradecía a su abuela por un cuento tan refrescante, le escuchó decir: “el más cercano de mis familiares soy yo misma, cuando estoy en soledad creativa. Cuando estoy en soledad ordinaria, y comienzo a aburrirme, entonces visito a mí otra gran familia, a mis hijos o a mis nietos, que es junto a mi soledad creativa, sangre de mi sangre, sagrada”.


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