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Cuento

'Llanto irreprimible'
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"Llanto irreprimible"

Por Rosalinda Alfau Ascuasiati
Existen hechos insignificantes que interpelan toda la vida. Los consideramos intranscendentes, pero son incisivos y cuando nos ocupan la mente, una y otra vez los desalojamos enseguida. Lo que cada tanto ocupaba a Moira era el llanto que la asaltaba de niña cuando doña Isaura Thormen, madre de Carla, su mejor amiga de infancia, tocaba el piano.
Esa interpretación le transmitía algo… Más adelante, oyó las mismas composiciones musicales sin sentir el disturbio de aquellas veces. ¿Qué la conmocionaba tanto en esa música?
Rara vez uno encuentra el momento y el lugar oportuno para dejar salir una futilidad importante. Moira mantuvo la suya en su jardín interno hasta un sábado por la tarde en que se tropezó con doña Isaura. Hay que creer que la casualidad intervino, puso su granito de sal y actuando mejor que la secretaria más eficiente, agenció un encuentro fortuito entre ellas. Ella nunca iba a tiendas grandes, ni tampoco la Dra. Thormen; sin embargo ese día, una y otra, después de haber pospuesto tantas veces ir a comprar esos menesteres que solo se consiguen en centros comerciales gigantescos, se encontraron en uno de ellos, cara a cara. Una felicidad triunfal las invadió a las dos. Tuvieron la sensación de que todo lo imposible era capaz de darse y en la cafetería del metacentro se entablaron una plática de remembranzas innumerables.
Continuaron la feliz tertulia, mientras cruzaban hasta la periferia de la Ciudad. Doña Isaura al volante de su auto y Moira a su lado, intercambiaron noticias necesarias. Moira, publicista ya graduada y de regreso al país, ejercía. En 8 meses Carla volvería de fuera diplomada en Matemáticas. Se restablecía el contacto entre dos compañeras inseparables, alejadas por las circunstancias...

El resplandor lunar iluminaba el atardecer. A los lados de la alameda, las ramas lucían entremezclarse alegres como contagiadas por el entusiasmo en el carro. Entonces en un recodo del camino apareció la morada de los Thormen.

Moira reconoció el mismo mobiliario de aquella vivienda en la que años atrás visitaba a su amiga Carla. Todo en ella recordaba a la visitante, la única casa en que de niña, podía pasar la noche lejos de sus padres. Con dos tazas de té y bocadillos, anfitriona y huésped se sentaron en la sala.

Allí el piano ocupaba igual que siempre, el mejor lugar.

—Sigue siendo mi fiel compañero —dijo la Dra. Thormen reposando su mano sobre la tapa cerrada.

Ya se percibe el lienzo de terciopelo color vino con adornos dorados que siempre lo cubría, y al lado, una mesita en cuyos tramos inferiores se apilaban las partituras. La madre de su amiga encendió, como en aquel tiempo, la lamparilla de encima, y las perlas transparentes de la mampara abombada formaron un lagrimeo circular amarillo. Enseguida, el piano adquirió la incomparable aura sagrada del anochecer.

Mientras ellas disfrutaban del frugal refrigerio, desfilaban los recuerdos. Moira recordó que a esas horas no debía haber alboroto, como si Doña Isaura necesitara silencio de convento para recogerse en su santuario. Por tanto, Carla y ella jugaban tranquilas en la terraza, y antes de sentarse al piano, la madre de su amiga prefería acostarlas. Entonces, retiraba el lienzo y lo colocaba esmeradamente doblado en la mesita de las partituras; se acomodada en la banqueta y levantaba la tapa de nogal. Sus manos se posaban poco a poco sobre el teclado de ébano y lo recorrían en ambas direcciones. Desgranaban las notas de Beethoven, Chopin, Mozart mientras los pies apretaban un pedal, el otro, el tercero, dos a la vez. Erguida, danzaba un ballet sobre la banqueta en perfecta armonía con el compás musical.

La melodía resonaba entre las espesas paredes; se metía por entre las vigas de caoba -que de parte a parte atravesaban el techo elevadísimo del palacete colonial-, y los acordes invadían la habitación en la que Moira descansaba. De lleno, la congoja se agolpaba en su pecho. Le era imposible contener las lágrimas, y estallaba en llanto. No podía explicar por qué. Oprimía la cabeza contra el colchón debajo de la almohada.

Esa música exacerbaba la sensibilidad de Moira. La melodía tocaba en su alma las fibras más profundas. Agitaba en ella sentimientos indescifrables, le generaba pesar, culpa… y al volver a su casa, iba convertida (solo unos días) en la niña más dócil y obediente del mundo como si buscara remisión.

—¡Nunca oí que llorabas! —exclamó doña Isaura reposando en la bandeja su tasa de té. Y contó a Moira que en esa época, mientras tocaba el piano, a menudo los sollozos de su hija la conducían hasta su habitación. Encontraba a Carla hecha una Magdalena.
Doña Isaura brindó a Moira un canapé y siguió diciendo: “Creo que la melodía vehiculaba la inconformidad que llevaba en mí. En aquel tiempo —continuó ella—, no me convencía ser solo ama de casa, me carcomía no existir por mí misma, era un asunto de amor propio, tenía la apetencia de ser otra y no solo la esposa de alguien, del arquitecto Thormen. Cuando me sentaba en el piano, me perdía en mi soledad, olvidaba las faenas a las que me confinaba la vida de casada. Me entregaba al sueño con los ojos abiertos. El único foco de atención era el encuentro conmigo misma; me evadía, emprendía un viaje tras el deseo más recóndito de mi ser, sin freno ni permiso de nadie. Mi sentir invadía toda la casa. Mi insatisfacción conmigo misma impregnaba tal vez el ambiente. Tú como mi hija, absorbían mi malestar y lo interpretaban a la luz de sus vivencias infantiles —Carla se sentía culpable de todo, y llena de arrepentimiento, entre sollozos, prometía ser obediente, ordenada, responder enseguida cuando la llamara… Doña Isaura abrazaba a la niña, la calmaba.

—Fíjate —terminó doña Isaura—, todo cambió cuando me senté en un banco de la facultad de medicina, además de acomodarme en la banqueta del piano. El final de la jornada nunca más fue el de antes, ni mi música tampoco. Transportaba todo mi agrado. Carla, mi hija, no lloró más.

¡Sorprendente! ¿No?

Al rostro de Moira afloró enseguida una sonrisa. Su llanto de niña le parecía comprensible. El tropiezo casual de ese día, resultó para ella, un fino y sutil regalo de la vida.

París, 2012
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