A finales de julio viví una de las experiencias más significativas de mi vida de fe al participar en la peregrinación del Jubileo de la Esperanza, convocada por el Papa Francisco. Junto al grupo del Camino Neocatecumenal, recorrí varias ciudades italianas, enfocándome más en los aspectos religiosos que en los turísticos. Sin embargo, Dios me bendijo con la oportunidad de disfrutar ambas facetas del viaje.
En Venecia, me impresionó profundamente la Basílica de San Marcos, no solo por su belleza y los majestuosos íconos dorados, sino también por la oración que realizamos frente a su tumba, en la cripta bajo el altar. Es asombroso cómo la impronta cristiana se manifiesta en cada rincón de esta ciudad. Además de la basílica, visité otras capillas y lugares de culto que enriquecieron mi experiencia espiritual.
Uno de los momentos más esperados fue la visita a la tumba de San Antonio de Padua, santo con quien tengo un vínculo especial, ya que mi abuela y una tía muy querida —ambas en el cielo— eran devotas suyas. Fue profundamente conmovedor estar allí, meditar y rezar por mi Tata, y por todas mis tías, tíos y abuelos que ya han partido. Es hermoso acudir a la fuente de la fe y recordar a quienes me acercaron a ella con su cuidado y ejemplo.
Como parte de la peregrinación jubilar, y tras haber atravesado varias Puertas Santas, la visita obligada era el Vaticano: la Basílica de San Pedro, Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros. Recorrimos estos lugares santos después de la vigilia y la misa de envío con el Santo Padre, celebradas el domingo en Tor Vergata.Colaboración
Víctor no es ajeno a este tipo de encuentros: ha participado en peregrinaciones internacionales anteriores, lo que le ha permitido cultivar una mirada profunda y agradecida hacia la dimensión espiritual de estos espacios.
Durante la vigilia y la misa, más de un millón de jóvenes se congregaron, y se sentía la energía especial de quien nos convocaba: Cristo. Había un aire de fiesta, algarabía y júbilo, pero también de solemnidad y oración. En la adoración al Santísimo reinaba un silencio sobrecogedor, interrumpido solo por cantos y plegarias de fieles de todo el mundo. A pesar de la diversidad de culturas y procedencias, no hubo disturbios: para mí, eso es fruto de la fe.
La visita a Asís fue, sin duda, el punto culminante de la peregrinación, por dos razones. La primera, contemplar la tumba de San Francisco de Asís, el santo de mi parroquia, con quien crecí y a través de quien mi abuela me transmitió la fe. Pude ver sus reliquias, conservadas en un pueblo que parece detenido en el tiempo. Estar allí fue un memorial divino que ofrecí al ser que más quiero y extraño. En ese mismo lugar, vi el cuerpo incorrupto de Carlo Acutis, joven fallecido en 2016 que será canonizado este año como el primer santo milenial, ejemplo de santidad para nuestra generación.
Este viaje no fue del todo cómodo: hubo fatiga, noches difíciles, largas caminatas y calor. Pero estuvo lleno de alegría, fraternidad, eucaristías, procesiones, momentos de oración, adoración, reconciliación y, sobre todo, gracia. Fue un encuentro con Cristo y su amor, una oportunidad para renovar las fuerzas y seguir firme en este camino de fe.