Carmen, de Georges Bizet, es una ópera innovadora y mal comprendida desde su estreno en 1875. Originalmente concebida como una opéra comique con diálogos hablados, su versión posterior desdibujó su realismo y complejidad emocional. La obra aborda temas de deseo y libertad, anticipando el verismo y destacando la modernidad del compositor.
Hay pocas óperas tan conocidas —y a la vez tan mal comprendidas— como Carmen. Desde su estreno en 1875, la obra de Georges Bizet ha sido objeto de versiones, adaptaciones y relecturas que, si bien contribuyeron a su popularidad, también la alejaron de la visión original del compositor. Sin embargo, un examen atento de la partitura y de su contexto revela una obra profundamente innovadora: una tragedia naturalista que rompió con las convenciones de su tiempo y que prefiguró una nueva forma de teatro musical.

Cuando pensamos en Carmen, imaginamos una ópera grandiosa, con recitativos cantados, orquesta romántica y escenas espectaculares. Pero esa no fue la Carmen que Georges Bizet concibió en 1875: más íntima, más radical y profundamente moderna. Antes de convertirse en el fenómeno universal que es hoy, la obra fue duramente criticada y sufrió múltiples modificaciones que desdibujaron su perfil original.

En su concepción original, Carmen no era una grand opéra al uso, sino una opéra comique, es decir, una obra con diálogos hablados. Esta elección no era solo una convención de género, sino una decisión estética clave: Bizet buscaba una inmediatez teatral, un realismo escénico que se diluye cuando los diálogos se reemplazan por recitativos compuestos por Ernest Guiraud tras la muerte del compositor. Esta sustitución, aunque habitual en las versiones posteriores, elimina la tensión naturalista que Bizet perseguía, y aproxima la obra a una tradición operística más convencional. Bizet concibió originalmente su ópera prestando especial atención al uso del récitatif hablado (reemplazado más tarde por recitativos cantados en versiones posteriores).
La reconstrucción también recupera aspectos menos conocidos de la orquestación original: texturas más ligeras, tempi más ágiles, y una atención al detalle dramático que revela una mirada casi cinematográfica. Carmen, tal como la escribió Bizet, no estaba pensada para deslumbrar, sino para incomodar. El compositor quiso mostrar una historia cruda de deseo, libertad y fatalidad, anclada en personajes marginales y pasiones extremas, sin edulcorarla con heroísmo ni moralismo.

Bizet evita el maniqueísmo. Carmen no es una heroína ni una víctima, y Don José no es un villano. Son personajes complejos, contradictorios, que se debaten entre el deseo, la frustración y la libertad. La escena final, en la que Carmen asume su destino sin miedo, es una de las más potentes del repertorio operístico, y Bizet la construye con una economía expresiva que impresiona por su modernidad. Nada en la música busca agradar: todo en ella responde a la verdad emocional del momento.
Carmen aparece no como una obra pintoresca sobre una gitana exótica, sino como una meditación sobre la violencia, la obsesión y la imposibilidad de poseer al otro. Su vigencia —su capacidad de incomodar y conmover— no radica en su color local, sino en su honestidad brutal. Redescubrir la Carmen de Bizet es, en definitiva, reconocer a un compositor adelantado a su tiempo, que anticipa el verismo y rompe con el lirismo decorativo, cuya audacia escénica solo ahora comenzamos a valorar plenamente. Su muerte prematura impidió que defendiera esta visión.

Georges Bizet

Halévy, treinta años después, recordaba el fiasco del estreno el 3 de marzo de 1875:
La entrada de Carmen fue bien recibida y aplaudida, al igual que el dúo entre Micaëla y Don José. Al finalizar el primer acto hubo muchas llamadas al telón. Entre bastidores, Bizet estaba rodeado, ¡lo felicitaban!
En el segundo acto, menos entusiasmo. Comenzó brillantemente. La entrada de Escamillo fue muy efectiva. Pero luego el público se enfrió… sorprendido, incómodo, descontento. Entre bastidores, menos admiradores, las felicitaciones eran más medidas. Ningún entusiasmo en absoluto por el tercer acto, salvo por el aria de Micaëla. El público se mostró gélido durante el cuarto acto. Solo unos pocos devotos de Bizet fueron a saludarlo tras bastidores. Carmen no fue un éxito. Meilhac y yo regresamos caminando con Bizet. Teníamos el corazón apesadumbrado.