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Caamaño y el pueblo dominicano.
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Caamaño y el pueblo dominicano. (Foto: Fuente externa)

Memorias de la Guerra de Abril de 1965

Por Arismendi Vásquez
Foto famosa de enfretamiento de un militar Constitucionalista y un soldado norteamericano.
Foto famosa de enfretamiento de un militar Constitucionalista y un soldado norteamericano. (Foto: Fuente externa)
Arismendi Vásquez nos narra en este artículo vivencias de la Guerra de Abril de 1965.
El sábado 24 de abril, a la 1:30 de la tarde, cuando estalló la guerra de abril de 1965, estaba yo sentado en la sala de mi casa recién alquilada, en la calle Mauricio Báez casi esquina María Montez, esperando el inicio del programa Tribuna Democrática, del PRD (Partido Revolucionario Dominicano), por Radio Comercial.

De repente se escucha por la radio, la voz estentórea del líder del PRD, José Francisco Pena Gómez, quien lucía muy agitado:


    • -Pueblo dominicano, tengo para informarles que hace unos minutos me llamaron del campamento militar 16 de Agosto, para decirme que en estos momentos el Triunvirato ha sido derrocado por un golpe militar. Dentro de un rato daremos detalles sobre lo ocurrido.



De inmediato salí a la acera, atraído por la bulla de la gente y de unos vehículos que sonaban sus bocinas y arrastraban trastos viejos. Parecía como si Licey o el Escogido hubiesen ganado la serie de béisbol.


    • -¡Revolución! ¡Revolución! —gritaba un grupo que saltaba en la cama de un camión de la Coca-Cola, el cual bajaba veloz por la Mauricio Báez, seguido por otros vehículos que sonaban su bocina en forma estridente y continua.



Las personas que salieron a las aceras, respondían igualmente, eufóricos y dando palmadas: --¡Revolución! ¡Revolución!

Gente del pueblo, sin saber aún lo que sucedía, se contagió con la alegría que brotaba espontánea de cada corazón ansioso de un cambio político.

Para ese entonces, hacía apenas tres semanas había yo alquilado una pieza de la casa No.21, en la calle Mauricio Báez, ya que dos meses antes había sido nombrado en el departamento de Ventas de la Fábrica de Sacos (Fasaco), en la Máximo Gómez a esquina Paraguay. Yo residía entonces en una pensión de la calle Espaillat, entre El Conde y Las Mercedes.

Luego de un par de horas volvió un total silencio y la ciudad cayó en una espantosa incertidumbre. Los capitaleños nos recogimos en nuestros hogares. A eso de las cinco de la tarde, al ver la tensa calma que invadía la ciudad, decidí bajar a mi habitación de la calle Espaillat. Cuando abrí la puerta encontré a los dueños de la pensión escuchando noticias en la radio, al igual que los compañeros de pensión, la mayoría estudiantes universitarios, quienes en seguida me rodearon, pues creían que yo traía informaciones frescas.


    • -Y qué, Aris. ¿Cómo está la cosa? ¿Tumbaron o no al Triunvirato?, –preguntó la doña de la pensión.



En el preciso momento que iba a responder, apareció en pantalla (Canal 4) el rostro sonriente de Donald Read Cabral, cabeza del gobierno, mientras una voz en off anunció que el triunviro hablaría a toda la nación a las 7:00 de la noche, por ese mismo canal. Esperamos impacientes, mientras hicimos todo tipo de conjeturas. La hora y media que faltaba para las siete, nos pareció que duró casi tres.

A las 7:00 en punto callamos de golpe al ver el rostro muy preocupado de Read Cabral, quien expresó:


    • -Pueblo dominicano. Todo está bajo control. Un intento de golpe de Estado iniciado al mediodía, en los campamentos militares 16 de Agosto y 27 de febrero, ha sido duramente atacado. Están detenidos los coroneles Fulano, Mengano y Perencejo, principales instigadores, quienes serán destituidos y enviados a la Justicia. Ruego a todo el pueblo mantener la calma y estar atento a las informaciones que ofreceremos durante toda la noche, sobre el abortado intento de derrocar al gobierno.


Un dejo de tristeza nos invadió a todos.

Nos retiramos en silencio a nuestras habitaciones, donde seguimos de cerca las escuetas informaciones que en forma esporádica transmitían los noticieros.

Ante la incógnita de no saber qué sucedía, me venció el sueño.

Desperté sobresaltado a media noche, cuando escuché la sirena de los bomberos sonar en forma insistente. (La estación de bomberos estaba entonces y aún está, en la Av. Mella, a unas tres cuadras de distancia de la Espaillat).

Me senté al borde de la cama y encendí mi radio de cabecera, en la cual una potente voz masculina gritaba: “Pueblo, todo el mundo a las calles, a celebrar la caída del Triunvirato. Por fin, se van. Libertad, libertad para el pueblo dominicano”.

Me tiré de la cama, emocionado, y llamé a todo pulmón, a los demás compañeros de pensión, quienes abrieron las puertas de sus habitaciones y salieron al patio a celebrar conmigo.

Los que tenían radio sintonizaron en seguida, y al parecer todas las emisoras se pusieron en cadena, pues en todas se escuchaba la misma voz, invitando al pueblo salir a las calles.

Salimos y nos fuimos a la esquina El Conde, la cual lucía ya abarrotada de ciudadanos, quienes daban palmadas y voceaban consignas de libertad, al igual que en las demás esquinas de El Conde, que todavía no era peatonal, desde la cafetería Don Paco hasta el parque Colón. Todo el mundo lucía contagiado con la alegría del momento.

Por espacio de dos horas y media estuvimos palmoteando y voceando, hasta que el cansancio nos venció y volvimos a nuestras camas.

Me acosté con todo y ropa. Al día siguiente, domingo 25, a las seis de la mañana me incorporé, con los ojos “duros”, pues no pude dormir debido a la emoción que me embargaba. A las siete, mientras tomaba una taza de café que preparó la dueña de la pensión, escuché un fuerte murmullo en la calle. Abrí la puerta del frente y vi muchas personas que corrían hacia El Conde, atraídas por el creciente murmullo. Bajé a la esquina y entonces me estremecí de emoción al ver el espectáculo humano más hermoso de mi vida:

Una enorme muchedumbre venia por El Conde, desde la calle Arzobispo Meriño, cantando y voceando consignas revolucionarias, por el pavimento y las aceras, repletos de gente armada con coas, picos, palas, machetes, cuchillos, palos, piedras…, miles de personas procedentes de los barrios aledaños, bajaban como aguas desbocadas de un río, o de un fuerte aguacero, personas que se armaron con lo que encontraron y bajaron a la calle El Conde a manifestar su alegría por la caída del Triunvirato y en respaldo a quienes le devolvieron la libertad.

Al llegar frente al Altar de la Patria, la muchedumbre se detuvo y entonó el Himno Nacional.
¡Qué belleza!

(En ese inmenso espacio, años antes, una gran multitud se dio cita un 14 de junio para escuchar la arenga de su líder Manolo Tavárez, quien enardeció al gentío que ocupó toda el área subido hasta en las paredes de la Puerta de El Conde, de la Cafetería Paco y de los edificios contiguos, con un excitante discurso que culminó con estas incendiarias palabras:

(“Óiganlo bien señores de la reacción, si imposibilitan la lucha pacífica del pueblo, el 14 de Junio sabe muy bien dónde están las escarpadas montañas de Quisqueya, y a ellas, a ellas iremos, siguiendo el ejemplo y para realizar la obra de los héroes de junio del 59, y en ellas mantendremos encendida la antorcha de la libertad, de la justicia, el espíritu de la revolución, porque no nos quedará entonces otra alternativa que la de Libertad o Muerte.”

(De seguro muchos de los presentes recordaron en ese instante, este inolvidable momento de nuestra historia reciente).

Al cabo de media hora, la multitud comenzó a dispersarse espontáneamente y en orden; tal y como se originó.

A partir de entonces, la ciudad quedó en pie de guerra. Los ciudadanos comenzaron a organizarse y los comandos a formarse. Todavía yo no tenía conciencia política, mucho menos revolucionaria, por lo que no atiné a organizarme en un grupo armado. Era simplemente un anti gobiernista, sin preparación política alguna, por ello creí al igual que muchos, que el cambio de gobierno era definitivo, y que en lo adelante todo sería color de rosa con el retorno de Juan Bosch al poder. Pero una cosa pensaba yo y todo el pueblo ignaro y otra el gobierno norteamericano.

El lunes 26, temprano en la mañana, me reporté a mi trabajo en la Fábrica de Sacos, pues la ciudad parecía volver a la normalidad, se veía tranquila, aunque en la distancia se escuchaban disparos esporádicos. En la oficina del entonces administrador general, Lic. Luis H. Suárez estaban de visita los licenciados Melo y Ventura, dos amigos míos ex compañeros de trabajo en el Aeropuerto viejo de Punta Caucedo.

Estando yo en mi oficina, se apersonó un grupo de jóvenes armados, quienes se identificaron como revolucionarios y pidieron la donación de sacos vacíos para levantar una barricada en Villa Francisca. Como yo no tenía autorización para ello, los hice pasar donde el administrador, quien llamó al Encargado de almacén y le ordenó complacer la solicitud del grupo. A las 12 y media del mediodía, el administrador ordenó a todo el personal irnos a nuestras casas hasta nuevo aviso.

(Aunque parezca desviarme del tema, debo agregar que mi hijo Arismendito nació un año antes de la guerra; al estallar ésta, tenía un año y 42 días. Su mamá y yo estábamos separados; ella vivía con su madre y sus hermanos. Se habían mudado a dos casas después de la Tunti Cáceres, en la misma acera de la calle Bartolomé Colón, donde había nacido mi hijo. En la Tunti a esquina Bartolomé estaba el cuartel de la Policía de Villa Consuelo. Yo estaba buscando una casa vacía dónde mudarme, para llevarme a mi hijo y a su mamá, pues la pieza que había alquilado en la Maricio Báez seguía sin amueblar; la cerré hasta que se normalizara la situación.

(Esa misma tarde -lunes 26- encontré una casa vacía, de maderas, en la segunda planta de la calle Baltasara de los Reyes, cuyo patio colindaba con el de Doña Cachita, quien era como mi segunda madre y vivía en la calle Juan Pablo Pina, casa donde yo almorzaba desde que me separé de mi esposa. Doña Cachita era la madre de la Dra. Zoila Martínez, en ese entonces alta dirigente del Partido Reformista, quien la visitaba constantemente y me brindó su amistad pese a sus estrechas relaciones con el Dr. Balaguer y conocer mis simpatías con Juan Bosch y con el PRD. Doña Cachita fue quien me hizo diligencias para alquilar la casa de la Baltasara, cuya dueña resultó ser la madre de Carlos Dore y quien era devota de la santería africana, culto que practicaba de tarde en tarde en un altar lleno de ídolos y santos africanos en una habitación de su casa.

(Comuniqué a mi esposa el alquiler de la casa, y me visitó la tarde del martes y me llevó el niño. Me entretuve mimándolo y dándole el biberón; se durmió y cuando despertó pasadas las cinco de la tarde, me di cuenta que ya no me daba tiempo a bajar a mi pensión antes de las seis, hora en que comenzaba el toque de queda impuesto por el gobierno. Mi esposa se retiró con el niño.

(Me resigné a pasar la noche acostado en el piso. Oscureció rápido. Sin luz eléctrica ni nada en la nueva casa. Entones una vecina que residía junto a una prima suya en una pieza del primer piso, me invitó a que le cambiara un bombillo del cuarto y, al enterarse de mi situación, me dijo que podía quedarme en su casa y dormir con ellas dos, pero sin quitarme la ropa. Sin otra opción, acepté su propuesta, pues su cama era amplia.

Preparó cena para los tres y sacó unas barajas que tenía en una gaveta de su cama. Conversamos mucho los tres y jugamos a las cartas hasta pasadas las doce de la noche, cuando decidimos ya cansados, acostarnos.
(Primera y única vez en mi vida de joven aventurero, que dormí entre dos mujeres jóvenes y hermosas, sin alterarme en lo mínimo, pese al atractivo de ambas y a la poca edad de los tres. A las seis desperté, tal y como me acosté: derechito y boca arriba. Me levanté de inmediato.)

A las 10 de la mañana, bajé a la pensión, me bañé y subí de nuevo a mi nueva casa. Al regreso compré una mecedora, un anafe a carbón y algunos enseres de cocina, para irme acostumbrando a mi nueva vida. Los dejé en la casa y arranqué rápido al Puente Duarte, único puente que existía para cruzar el río Ozama, donde se estaba aglomerando la gente a defender al pueblo ante el bombardeo ordenado por el general Elías Wessin a las tropas del CEFA (Centro de Enseñanza de las Fuerzas Amadas). Cuando iba llegando al puente, vi unos aviones volando bajito sobre la gente que se estaba organizando del lado nuestro a combatir las tropas enemigas que venían de San Isidro.

Yo no conocía a nadie, pero me fui a integrar al llamado hecho por los constitucionalistas a la ciudadanía. Ya casi llegando vi dos aviones soltar su carga y a seguidas escuché la explosión de la metralla y la respuesta de los defensores del puente, lo que paró en seco el ataque enemigo. Me detuve de golpe y busqué refugio, ante el bombardeo indiscriminado. Miré a todos lados y no hallé dónde refugiarme. En la distancia, ya oscureciendo, a unos 300 metros, escuché la metralla de armas pesadas y de fusiles; vi caer varios heridos y gente corriendo despavorida, buscando refugio; entonces decidí devolverme a casa.

Al otro día temprano me enteré de lo sucedido esa noche en el puente, donde el Coronel Caamaño se creció y dirigió la lucha contra las huestes de Wessin, derrotándolas.

Esa tarde a las 4:00 me visitó de nuevo mi esposa con mi hijo. Yo tenía unos 30 minutos que había llegado. Cuando estuvimos sosegados, le dije:


    • -Mira, alquilé esta casa para que formemos un hogar tranquilo y criemos a nuestro hijo.



Me contestó: --Mamá no quiere que vuelva contigo, pero yo te quiero y deseo estar junto a ti. Para no disgustarla, he pensado irme a Santiago donde tu mamá, y tú me buscas allá y venimos directo a nuestra casa.

Le respondí, malhumorado: Nosotros somos adultos. Tú tienes 28 años y yo 30. No necesitamos tanto control. Alquilé esta casa para nosotros; ni tu familia ni la mía tienen que decidir por nosotros. Tienes de plazo hasta el día 15 para que vengas con el niño, si no vienes nos veremos donde el abogado el lunes siguiente, para firmar el divorcio.

Ante mi respuesta tan cortante, bajó la cabeza y se puso a llorar. Se retiró a los 15 minutos y se llevó el niño. Pasé la tarde y la noche muy triste. Pensé llamarla y decirle que me disculpara, pero mi orgullo machista no me lo permitió. Dormí muy poco esa noche, debido al incidente y a lo duro del piso.

El día siguiente, miércoles 28, un brutal acontecimiento me hizo conocer de golpe la realidad de la política internacional. A eso de las 10 de la mañana, estaba yo junto a un vecino mío que me visitó, preparando los ingredientes para cocinar un moro. Una fuerte explosión me obligó a tirarme boca abajo en el piso. En seguida vi un proyectil del tamaño de un niño de 10 años que se elevó y cayó en el patio. Cuando mi vecino y yo nos repusimos del susto, nos enteramos que las tropas norteamericanas habían desembarcado en la ciudad, ante el llamado de las fuerzas de San Isidro, y estaban abriendo brechas para crear un cordón de seguridad, cordón que dividió la ciudad capital. Terminé el moro acostado boca abajo en el piso, soplando el anafe. Ignoro lo que aconteció en la esquina Juan Pablo Pina con Juan de Morfa donde los norteamericanos dispararon el tanque de guerra.

La mayoría de jóvenes que residían en los barrios de la parte alta de la capital bajó a la Ciudad Colonial a pelear contra los invasores yanquis. Decidí entonces participar en la lucha activa del pueblo y me integré también. Me enteré que en el cuarto piso de la calle Mercedes N.12, en los altos de la Casa Esvelti, estaba mi amigo Carlos G., marido de Elizabeth, a quienes había conocido dos años antes en la casa de enfrente (Mercedes 11), cuando iba donde mi amigo Nehemías Zarzuela, hermano de Elizabeth, a enseñarle los tonos de la guitarra. Subí y Nehemías me abrió la puerta. Me invitó a entrar y llamó a Carlos, quien se encontraba en la azotea, haciendo guardia como custodia del The Royal Bank, armado con una ametralladora Cristóbal.

Luego de saludarlo, le dije en lo que yo andaba y me invitó a sentarme. Me ofrecí a trabajar con él en la custodia, de los bancos y me dijo que no había problemas, que lo único era que él no pertenecía a ningún comando y que no tenía armas para darme una, que él consiguió esa ametralladora con un amigo suyo militar que estaba con Caamaño, y que solo podía darme un revólver que tenía, para que yo trabajara con él. Al yo aceptar, llamó a su ayudante para que le buscara el arma, quien resultó ser César C., un amigo mío de Los Minas viejo.

César se sintió muy contento con mi integración, y fue a buscar el revólver. Cuando regresó con el arma, vino con él una prima de Elizabeth, llamada Gisela B, quien convivía con un policía de Villa Duarte, que estaba en la parte alta de la ciudad, con las tropas de Wessin. De inmediato me integré a la custodia. Desde ese día Gisela y yo simpatizamos e iniciamos una estrecha amistad; nos hicimos amantes secretos, por insistencia de Carlos y, desde esa misma noche dormí en un colchón que ella me habilitó en el piso de una de las habitaciones.

Ante tanta comodidad, no quería ya volver a mi nueva casa ni a la pensión. Además, las instituciones extranjeras enviaban muchos alimentos para el pueblo dominicano, entre ellos leche en polvo, quesos amarillos, harina, azúcar y otros, y como casi todo el pueblo marginado se había trasladado a la Ciudad Colonial, dicha ayuda iba a parar allí para distribuirla entre la gente necesitada.

Me fui acostumbrando a la rutina diaria de la guerra patria en la Ciudad Colonial. Desde que amanecía, una emisora local identificada como La Voz Constitucionalista, comenzaba a transmitir noticias sobre la lucha armada y a informar a la ciudadanía. Comenzaba con el Himno Nacional y la arenga: “Un día más, dominicanos”.

El miércoles 12 de mayo, me estaba preparando para salir a una diligencia cercana. Cuando bajé al último escalón, escuché que alguien voceó:


    • -Hirieron a Melquíades. (un primo de Elizabeth y de Nehemías, de unos 20 años). Melquíades estaba tendido en medio de la calle con un balazo que le perforó el pulmón derecho. Debido a lo pequeño del orificio no botó sangre, lo que le produjo una hemorragia interna que lo paralizó de por vida de la cintura para abajo.



El pedacito de calle para cruzar de la Mercedes 12 a la 11, es estrecho, y había que cruzarlo corriendo para evitar ser cazado por un francotirador yanqui que desde el día anterior había herido y matado a varias personas desde la azotea de Molinos Dominicanos, empresa ubicada en el lado Este del río Ozama, y desde allí dominaba con una mira telescópica todo lo que se movía en ese estrecho perímetro de la calle Mercedes. Bajé con la ametralladora de Carlos en el brazo derecho. Al parecer me turbé cuando iba a recoger a Melquíades y me alcanzó un tiro en la muñeca derecha. Sentí que me habían volado la mano, al tiempo que escuché una explosión seca, como de una bala explosiva.

No quise mirar mi mano, por miedo a no tenerla, entonces vi que un chorro de sangre me salía por una vena y me empapó la cara. Con el índice izquierdo detuve el chorro, entonces vi que del otro lado de la muñeca me salía otro, que me tiñó de rojo la camisa blanca que llevaba puesta. Lo tapé con el dedo meñique izquierdo y entonces un vecino de enfrente, visitador a médicos llamado Jimmy me voceó desde la puerta de su casa:


    • -Cruza rápido para hacerte un torniquete.


Cuando crucé y estuve a su lado me sacó el pañuelo del bolsillo trasero y me amarró el brazo bien apretado a la altura del codo, lo cual me detuvo la hemorragia. Entonces me dijo:


    • -Vete seguido al hospital Padre Billini, para que te tiren una placa.



Me indicó que me fuera por toda la acera, caminando derechito, que no había peligro de que el francotirador me viera.

En el Billini me atendieron dos monjitas que estaban de servicio. Un policía que había también en el hospital, me tomó mis datos y mis declaraciones de cómo me hirieron. Me despacharon sin más, al ver que yo no tenía factura de hueso. con una gasa amarrada en la muñeca derecha.

Cuando llegué a casa, a la una, escuché por la radio en una emisora local, la noticia sobre los heridos esa mañana en la Ciudad Colonial, entre quienes mencionaron a Melquíades y a mí. Entonces decidí bajar a Santiago, para que mis padres y mis familiares me vieran, pese a que la noticia no trascendió fuera de la capital. Nunca supe el nombre del francotirador que me hirió. Era imposible. Años más tarde, me enteré de que el nombre del francotirador de Molinos Dominicanos era Sargento Douglas Lucas, por un libro publicado por el prestigioso periodista Juan José Ayuso en abril de 2010, bajo se mismo título: el Sargento Douglas Lucas.

En esos días tenía que ir a ver a mi hijo de un año de edad, que vivía en la Bartolomé Colón casi esquina Tunti Cáceres. Para ir a verlo debía pasar por el control de soldados yanquis, frente a Plaza Lama, en la Av. Duarte. Tremendo problema, recién herido en la muñeca derecha. Subí a los dos días. Rápidamente pensé en una idea: me vestí con una camisa mangas largas. Cogí una funda con una lata de leche y un queso amarillo de los que repartía una institución americana entre refugiados de la guerra en la Ciudad Colonial, los cuales llevaría a mi hijo, y subí caminando hasta la avenida Duarte.

Al llegar al control, estaban requisando una fila de personas. Entré a la fila, y próximo a mi turno, me pisé el borde de la manga derecha con el dedo anular de mi mano y subí los brazos. El soldado me chequeó las axilas y me ordenó continuar.

Salí caminando despacio, normal, para no despertar sospechas. Cuando llegué a la esquina próxima doblé a la izquierda y aceleré el paso. Tras caminar unas ocho o diez cuadras, llegué a la calle Barahona casi esquina Juan Pablo Pina. Estaba ya a salvo, en mi zona. Continué por la Pina, crucé la Tunti Cáceres; en la próxima esquina doblé a la izquierda hasta la Bartolomé Colón y allí doblé de nuevo a la izquierda, para llegar a la casa de mi hijo y evadir pasar frente al cuartel de la Policía, en la Tunti con Bartolomé, a dos casas de la de mi hijo, a quien encontré con su mamá debajo de la cama, el niño parodiando los disparos con la boquita: ¡po!, ¡po!, ¡po!, pues en esos momentos unos hombres ranas acompañados de varios civiles acababan de asaltar el cuartel policial, en cuyo frente un grupo de personas aglomeradas veían sacar del destacamento, policías heridos y civiles sangrando. A un oficial lo sacaron en un colchón desangrándose por heridas en las piernas.

Al verme, mi mujer, sorprendida, muy asustada, dice:


    • -¿A qué viniste? Vete seguido. El sargento Ramoncito te anda buscando; dice que donde te encentre, te fusila. Vete por donde no te vean.


Salí rápido de la casa, luego de abrazarla y entregarle la funda que le llevé para mi hijo. (Ramoncito era un sargento de la Policía que estaba enterado de las reuniones de un comité del 14 de Junio que realizábamos cada lunes en mi casa, en la misma calle Bartolomé Colón, reuniones que eran presididas por Euclides Morillo). Salí rapidísimo de donde mi hijo y me retiré por la misma ruta que legué. Al día siguiente me enteré que el sargento fue ultimado en el asalto al cuartel realizado el día anterior, cuando, al entrar los hombres ranas por una ventana, salió vestido de civil y quiso cruzar por la casa de al lado, siendo reconocido por un curioso de la acera de enfrente, quien lo identificó por las botas militares que calzaba. Ramoncito cayó abatido en la sala de la casa, y llevado a la Clínica Rodríguez Santos, donde llegó ya muerto.

Dos semanas antes había yo adquirido un carro Peugeot 403, negro, (placa 7000), de medio uso para desplazarme en la ciudad y viajar a Santiago, vehículo que había obtenido con el dinero de la liquidación que me dieron meses atrás en Punta Caucedo.

El sábado 15 de mayo salí para Santiago en el Peugeot, por la autopista vieja. Y en el kilómetro 9, antes de la entrada a Manoguayabo, me propuse rebasar a un camión del ejército invasor yanqui que se estacionó en el paseo de la derecha para darme paso; en el preciso momento en que iba a rebasar el camión, salió intempestivamente del paseo para tomar la entrada a Manoguayabo y me arrastró enganchado por la puerta derecha delantera, hasta la división de la autopista. Suerte que yo iba solo. Nos detuvimos en medio de la autopista. El conductor, un soldado hispano, me dijo que le mostrara mis documentos; al contestarle que no tenía, me dio un papel con una dirección y me dijo que fuera al día siguiente a reclamar. A las 10 de la mañana siguiente (domingo) me apersoné en la dirección que me dio: Un extenso campamento militar en Sans Souci.

Quedé sorprendido ante lo inmenso y bien organizado del campamento, con más de 100 máquinas de escribir en sus escritorios, en filas de 25 cada una. Pegunté al centinela de servicio y le mostré el papel. Al leerlo me ordenó entrar y que fuera donde un escribiente que estaba cerca. Cuando éste leyó el contenido me dijo que me sentara, y sacó un formulario de una capeta, que me dio a llenar. Al leer mis respuestas me dijo sonriente: okey. Sacó un talonario de la carpeta y despegó un cheque, el cual llenó con mis datos personales en la maquinilla. Me lo entregó y me dio las gracias. Cuando vi la suma casi salté de alegría, pues con 2000 dólares podía reparar el choque y terminar de arreglar otros desperfectos del carro. El dólar estaba en ese año a unos $30.00.

Salí raudo de allí, y me fui en seguida al taller donde me estaban reparando el auto, cuya reparación me tasaron en 800 pesos dominicanos. A pesar de ello, este hecho no cambió mi criterio sobre la ocupación yanqui.

Volví a la calle Mercedes, en la Ciudad Colonial, hasta que me entregaran el carro.

A los tres días me entregaron el Peugeot arreglado. Al día siguiente a la una, partí a Santiago. Cerca de las cinco de la tarde, como a ocho kilómetros para llegar al monumento, se apagó el carro. Solté el acelerador y el vehículo fue disminuyendo velocidad. Luego de casi un kilómetro despacio, lo fui llevando al paseo, hasta que se detuvo. Como yo no tenía mucha experiencia de mecánica, cerré el vehículo y antes de que anocheciera, paré un carro público de los que bajaban de La Vega, Tuve suerte de que el quinto o sexto se detuvo. Le dije al chofer que se me había acabado la gasolina y me montó hasta Santiago. En la calle Las Carreras había un taller que yo conocía y le expliqué al mecánico lo que me pasaba, quien tomó un maletín con herramientas y partimos hacia allá en un motor que él condujo.

Luego de destapar el bonete, examinó el vehículo y apretó unos cables. Me dijo, ve y préndelo. Entré y conecté la llave, pero el carro no quiso nada. Yo lo observaba desde dentro del vehículo. A la media hora, luego de despegar los cables de la batería y limpiarlos, me ordenó conectar la llave. ¡Milagro! El carro encendió. Esperamos dos minutos. El carro siguió encendido. Pisé el acelerador y aumentó su fuerza. Entonces el mecánico cerró el bonete y me dijo:


    • -Vaya despacio, delante de mí. Yo lo sigo en el motor. Vamos al taller para terminar allá de ajustarlo.


Cuando llegamos me dijo que apagara el carro y lo encendiera de nuevo. Así lo hice y todo funcionó bien. Me dijo:


    • -Ya está listo. Son doscientos cincuenta pesos.


Me sorprendí de lo caro de la reparación, pues desde dentro del carro me di cuenta que éste funcionó cuando le limpió los cables de la batería, pero no protesté porque entendí que tuve que pagar mi novatada en asuntos de mecánica. (En 1965, un peso dominicano equivalía a mil de ahora). El cambio del dólar en 1965 era cerca de 30.00.
(La poblada de abril de 1984, nombre dado por el profesor Juan Bosch a una serie de protestas durante los días 23, 24 y 25 de abril de 1984 en República Dominicana durante el gobierno de Salvador Jorge Blanco del (PRD) ante los altos precios de los alimentos de primera necesidad y la corrupción política imperante, lo que provocó la devaluación del peso dominicano y la firma de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Mientras tanto, la parte norte de la ciudad capital era ocupada en su totalidad por las tropas de Wessin, con el apoyo de los invasores, imponiendo una represión nunca vivida por los capitaleños.

Pasaron los días, en aparente calma. Nos enterábamos de los movimientos constitucionalistas en la zona, a través de “La Voz Constitucionalista”, emisora oficialista del gobierno de Caamaño, ubicada en el Edificio Copello, en la calle del Conde, la cual iniciaba sus trasmisiones cada mañana con la frase: “Un día más, dominicanos”. Así nos enteramos de los planes de los invasores sobre tomar “en dos horas” la calle El Conde y toda la zona el 15 y 16 de junio,
También circulaba todas las tardes el combatiente periódico Patria, dirigido por Ramón Alberto Ferreras (Chino), y otros de menor incidencia.

A finales del mes de mayo, un domingo a las 5:00 de la mañana, pasamos tremendo susto, rendidos en profundo sueño en el piso cuando fuimos despertados por una autoritaria voz que nos ordenó levantarnos con las manos en alto, mientras nos apuntaba con una ametralladora y sus acompañantes recogían del piso las armas que pusimos a nuestro lado. Todo fue tan sorpresivo que no tuvimos más opción que obedecer.

Cuando recuperamos la tranquilidad, reconocimos al Comandante Pichirilo, quien dirigía la operación, y ordenó: “Pónganse de pie, pegados a la pared. Pueden bajar los brazos, pero sin moverse”. Entonces intervino Carlos por primera vez: “¿Qué pasa comandante?”


    • Nada. Recibimos una denuncia de que un grupo penetró anoche al Royal Bank y revisó los papeles y la puerta de la Caja fuerte. Y fuimos comisionados para investigar de dónde salió la orden para penetrar al banco.


Entonces Carlos respondió: “Sí, comandante. Escuchamos un ruido grande allá abajo, cerca de la medianoche, por lo que ordené a mis ayudantes acompañarme a ver quién había entrado al banco. Penetramos con mucho cuidado por una ventanilla que hay aquí en la azotea. Revisamos todo y estaba en orden. Parece que fue alguna rata.”
Pichirilo y sus acompañantes lo escucharon con incredulidad, y dijo: “Bien. Pueden irse. Pero nos llevamos las armas. En lo adelante, cualquier cosa que suceda lo informa a la comandancia, Los bancos están bien custodiados y solo se puede entrar a ellos por disposición expresa del Comando Central.”
Se llevó la ametralladora Cristóbal y cinco revólveres que teníamos. Jamás volvimos a saber de él, y mucho menos si la operación fue ordenada por los superiores o si fue decisión personal de Pichirilo.

El 12 de junio de me dice Gisela que, si puedo llevarla a Moca, donde su familia, pues no quería pasar los días 15 y 16 en la Ciudad Colonial, ante la amenaza yanqui de tomarla. Llamé por teléfono a mi amigo Ventura y le pedí que me prestara su vehículo por un día. Le expliqué para qué era, y que se lo devolvería el mismo día en la tardecita. Me dijo que no tenía que darle explicaciones, que pasara por su casa a buscarlo. A las 8;00 de la mañana siguiente pasé a buscarlo, un Chevi II azul y me lo entregó con el tanque lleno de combustible.

En seguida pasé a recoger a Gisela y a las nueve salimos a Moca. Al pasar a Bonao, cogimos la carretera que va a San Francisco de Macorís. Llegamos al parque central a mediodía y me detuve frente a un restaurante chino frente al parque, a almorzar. Cuando salimos del restaurante, como a la una, al abrir la puerta del carro oigo que alguien me llama: Arismendi!
“Coño, me descubrieron”, pensé. “¿Quién será?”

Volteo la cara para enfrentar a quien sea. Veo un oficial del ejército que camina rápido hacia mí. A unos 300 metros se detiene y exclama:


    • ¿No me conoces? Soy yo, el sargento Martínez.



Cuando lo recocí, mi corazón volvió a su lugar. Sonreí eufórico y nos abrazamos con fuerza.


    • Coño. Cómo te iba reconocer, con ese uniforme de mayor. Desde que me indultaron hace 53 años, no te había visto más. Yo sabía que estabas en la fortaleza de aquí pero no sabía con qué rango. Me alegro mucho de verte bien.

    • Yo me alegro más. Te reconocí cuando entraron al restaurante pero esperé a que salieras para llamarte.


Me haló suavemente a un lado y me preguntó;


    • -¿Cómo está la situación allá? Tú sabes que aquí, aunque soy el asistente del coronel, nos enteramos a medias de las cosas, pues solo conocemos los reportes oficiales.

    • Allá está muy tensa la situación, esperando la agresión yanqui anunciada para los días 15 y 16. Nos enteramos que aquí en San Francisco están esperado un levantamiento popular en estos días.

    • -Sí, pero son solo rumores. Todo está bajo control militar y la guardia tiene todos los hilos de la trama. No se hagan ilusiones. Lamentablemente va a haber un baño de sangre inocente.


Parece que se dio cuenta de que había hablado demasiado conmigo, y cortó rápido.


    • Bueno, espero verte de nuevo. Nos veremos, pues tengo que reportarme.


Miró su reloj y dio meda vuelta.

Entré rápido al vehículo y arranqué rumbo a Moca. En el trayecto puse a Gisela al tanto de la grata conversación con mi amigo.

Dejé a Gisela a la entrada de su casa, en un rancho próximo a la fortaleza de Moca, ya que no conocía a sus familiares. Regresé seguido a la capital. Eran casi las cuatro de la tarde.

Llegué a las 6:00 y media y me refugié en la casa alquilada, donde guardaba mi carro, ya que no me deba tiempo a bajar a la zona. Desde allí llamé a mi amigo Ventura para informarle que había regresado pero que le llevaría su vehículo en la mañana, lo cual hice bien temprano. De su casa bajé a Las Mercedes, donde recogí mis pocas pertenencias, argumentando que ya no me necesitaban, debido a que no tenía arma. Lo cierto es que sentía temor a lo que pudiera ocurrir al día siguiente cuando entraran los invasores. Además, ya Gisela estaba tranquila en su casa de Moca.

Los nefastos resultados de los días 15 y 16 de junio son de todos conocidos. Pese a que los yanquis amenazaron con tomar la Ciudad Colonial en tres horas, no contaban con el coraje de los dominicanos que residían en el sector, quienes demostraron un valor y una decisión de lucha sin precedente. Atrincherados en la ciudad subterránea, resistieron con valor espartano la agresión de los invasores, quienes entraron por la Aduana en la parte trasera, así como por la parte oeste de la ciudad.

El día 20 de mayo me reporté a mi trabajo en Fasaco. La ciudad parecía tranquila. Cuando llegué a mi oficina. Estaba ocupada. Me dirigí al despacho del Director, quien me explicó que se trataba de un empleado temporal para que me auxiliara. Me ordenó volver a mi despacho y ocuparme de todo. Regresé a mi oficina y a la media hora recibí una llamada interna del Director, quien me ordenó pasar a su despacho. Ya allí, me dijo:


    • Prepárame una lista de todo lo que se ha hecho en tu oficina, así como de lo que está pendiente.



Así lo hice. El lunes siguiente, a las 10 y media de la mañana cuando estaba en mi oficina, se presentaron dos hombres. Uno de ellos se identificó como ayudante fiscal y me dijo que le acompañara a la Fiscalía, que el Procurador quería hablar conmigo.

Me sorprendió su expresión, pero le contesté que sí. No tenía otra salida, y tampoco nada a qué temer. Organicé mi escritorio, y le pedí permiso para llamar a mi superior. Le comuniqué por teléfono lo que estaba pasando, y me preguntó que me si yo tenía algo pendiente con la justicia. Le contesté que no, y entonces me dijo que me fuera tranquilo.

Cuando llegamos al Palacio de Justicia, me encontré en el pasillo de entrada con mi amigo el doctor Antonio Lockwad Artiles, y nos saludamos. Me preguntó si me pasaba algo, le dije que no, y le solicité permiso a los dos policías para hablar con él, a lo que me contestaron que no había problemas. Le explqué a Lockward lo que pasaba y éste me dijo que lo pusiera como mi abogado.

Al contestarle yo que no tenía dinero para pagarle sus servicios me dijo que no hacía falta dinero, que para eso éramos amigos. Ante este noble gesto, lo invité a que me compañara al despacho del Fiscal. Se saludaron de buena gana y Antonio firmó como mi abogado defensor. El fiscal firmó mi expediente y me dijo que lo estudiaría esa misma tarde. De ahí me llevaron a la cárcel del Palacio de Justicia, donde me dieron entrada. Dormí esa noche en el piso, sin saber de qué se me acusaba.

Al día siguiente, al mediodía, recibí visita en la cárcel. Mi mujer, quien me llevó comida; una novia que tenía y que cursaba el bachillerato, y Gisela, quien vino de Moca el día anterior y se enteró de mi situación.

Mi mujer, Socorro, había venido una semana antes, de Santiago, y convivíamos en la pieza que había alquilado en la calle Barahona, ya que su hermana residía en la pieza vecina. El día que me visitó, había huelga general de transporte en la capital, por lo que Socorro bajó a pie al Palacio de Justicia. Cuando llegó la novia, Socorro, celosa, me dejó la comida y se retiró sin hablar; no volvió más. Saliendo ella, llegó Gisela y saludó en firma discreta. La novia se retiró, pues aprovechó la salida temprano de la escuela para visitarme.

Se despidió con un beso en la mejilla, muy compungida. Gisela me acompañó media hora más, sonriendo al quedar a solas conmigo. Se retiró a las 3;00. Lamentablemente, yo no podía hacer nada, en las condiciones que estaba.

Al día siguiente tempranito, me mandó a buscar el Procurador a su despacho. Ya allí me dice:


    • Mira, te mandé a buscar porque voy a calificar tu expediente para enviarte a Instrucción.

    • ¿A instrucción?, ¿por qué? Yo no he hecho nada.

    • Bueno, de acuerdo al expediente, tú estás acusado de despachar 10 mil sacos para café y sal, valorados en 11 mil pesos, sin autorización.

    • ¿Cómo?-, le contesté sorprendido.



Entonces le expliqué que yo tenía tres meses siendo entrenado como encargado de Ventas en Fasaco, por lo que no tenía autorización para despachar mercancías a crédito, sin la aprobación del Administrador. Y que una mañana a principio de julio, se presentó a mi oficina un hombre blanco, alto, de unos 40 años, que llegó manejando un camión, con una solicitud de crédito a nombre de la empresa Paiewosky, de Puerto Plata. Yo no conocía a ese hombre, pero al ver la carta en seguida reconocí el membrete de la empresa, la cual tenía crédito en Fasaco y compraba allí periódicamente. Le dije al señor que se sentara y esperara un momento. Entré al despacho del Administrador y le enseñé la carta. Le dije que la había llevado un señor que esperaba en mi oficina. La leyó y sin decir nada la autorizó y me dijo que no había problema. Me dijo que le comunicara el chofer del camión que pasara al almacén a buscar los 10 mil sacos.

Así lo hice. Saqué fotocopia a la carta y le entregué la misma. No supe más de dicha operación, hasta que el Fiscal me la mencionó.

El Procurador se quedó pensativo leyendo la carta. Entonces me preguntó:


    • ¿Cuál es la firma del administrador?


Cuando señalé la firma y el nombre del Lic. Luis H. Suárez, exclamó:


    • Coño. Quien debe estar preso es el Licenciado Suárez.



Estampó su firma en el expediente, y dijo: -Suelten este hombre, que no ha hecho nada.

Le pasó el expediente a un ayudante, y me despachó. Le di las gracias y un apretón de manos y salí eufórico.

Ahora, a 50 años de aquel insólito caso, comprendo por qué Vincho Castillo no quiso escucharme aquel día que fue citado a la casa del entonces Presidente Jorge Blanco, para que escuchara lo que me confesó en casa Juan Bautista Santana (Mayo), la mañana del 11 de junio del 1985, cuando me visitó nervioso y me contó sobre su participación junto a otros, el 5 de enero de 1985 en el asesinato de Héctor Méndez, así como de los hermanos de la Cruz Gálvez, el 10 de junio de ese mismo año.

Vincho alegaba que yo no tenía credibilidad, puesto que yo era un delincuente, pero nunca dijo que él me sometió a la Justicia, cuando fue Consultor Jurídico de Fasaco, en 1965, cosa que yo ignoraba hasta ahora.

¡Cuánta maldad contra un hombre inocente e indefenso! ¡Cuánto abuso de poder, con apoyo oficial!

Arismendi Vásquez Guareño
Tanque de guerra en el Altar de la Patria.
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Tanque de guerra en el Altar de la Patria.
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