Pekín.- La ausencia de representantes de Washington y aliados como el Reino Unido, Canadá o Australia convirtió al presidente ruso, Vladímir Putin, en la presencia estelar de la inauguración de los Juegos el pasado día 4 e ilustró el cierre de filas de Pekín y Moscú frente a Occidente.
El “castigo” a estos Juegos fue a cuenta de los supuestos abusos contra los Derechos Humanos del Gobierno chino en la región autónoma de Xinjiang, de mayoría musulmana, donde cientos de miles de personas habrían pasado por campos de internamiento para evitar la expansión del extremismo, algo que Pekín siempre ha negado.
La cuestión sigue candente y la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos,
Michelle Bachelet, podría viajar este mismo año a la región, hogar de 12 millones de uigures, si se le permite un acceso sin vigilancia en el que pueda interactuar tanto con la sociedad civil como con funcionarios de alto nivel.
Pese a la polémica, el deporte relegó la marejada política a un segundo plano y la atención se centró en la nieve y el hielo, aunque también concitaron interés los detalles de la vida dentro de la burbuja a prueba de covid-19 en la que se celebró la cita, la segunda en medio de una pandemia tras los Juegos de Tokio 2020.
La burbuja funcionó
Deportistas, delegaciones y periodistas llegados del extranjero han permanecido en todo momento en un circuito cerrado y sin ningún tipo de contacto con la población local, cuya cercanía al evento olímpico prácticamente se ha limitado a seguirlo por la prensa y las redes sociales, donde los Juegos han estado omnipresentes.
Los rebrotes registrados en enero en varias zonas de China, incluida la capital -que celebraba su segunda cita olímpica tras albergar los JJOO de Verano de 2008- hicieron que las autoridades apretaran aún más con las medidas de contención, incluido el cierre de colegios en una Pekín ya blindada, para garantizar unos Juegos libres de virus.