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Sueños de niños y de adultos

Por Antonio Sánchez Hernández
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antonioasanchezhgmailcom/16/16/22
http://antoniosanchezhernandez.com/
viernes 03 de abril de 2020, 00:03h
’’La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida. Marguerite Duras”.


Los aztecas al igual que nuestros taínos, eran un pueblo que creía que los puntos cardinales eran cinco: norte, sur, ese, oeste y centro. Las cuatro primeras direcciones se movían y al moverse, cambiaban la colocación y el significado del caminar humano: el centro, siempre igual a sí mismo, era el eje del universo. La dificultad consiste en encontrar ese centro. Nos movemos cada día con mayor velocidad y así nos extraviamos con mayor rapidez. Por lo tanto, lo que necesitamos los hombres modernos, para no perder la brújula, el centro, es quedarnos quietos desconfiando de los hombres y de las obras que pretenden mostrarnos el camino recto. Efectivamente, lo que fue centro deja de serlo en la medida que nos movemos. Dos pasos al este o al oeste, y todo cambia. Quedarnos quietos significa no inventar nada que esté fuera de la lógica colectiva. Jamás llevarle la contraria.
  • Abuelo, le concedo toda la razón. No hay persona humana que se mueva mas que un niño, ni tampoco que sueñe más, y la vida es sueño. Todos los niños se mueven incansablemente, sueñan sin cesar, sin saber que existe un centro que deben respetar. Por lo tanto, un sueño de niño es un sueño intranquilo, que saca de posición, del justo centro. ¡Es una edad tan diferente! Le digo esto porque tiene mucho que ver con el tema de la pobreza, nuestra ya larga conversación. Yo estoy convencido que mientras más pobres somos más cerca estamos de nuestra infancia y más alejado del centro azteca y taíno.
  • Es correcto. En esta isla “el hombre adulto puede atenuar su mal cuando sabe de donde procede. Pero el niño carece de ese recurso engañoso y su contacto con el dolor es más trágico y más real. En el lenguaje de los niños, buenos y tontos son casi sinónimos. No obstante, cuando el hombre se reconoce demasiado débil para realizar sus sueños, los concentra si es niño en sus padres, si es hombre vencido por la vida en sus hijos a su vez. Aquí no hay nada más difícil como la intimidad absoluta entre padres e hijos, incluso cuando sienten los unos por los otros, el cariño más tierno.
  • Quizás porque cuando se es niño, se absorbe tal cantidad de mentiras y tonterías mezcladas con verdades, que el primer deber del adolescente es limpiarlo todo. Sobre todo, porque prevalece la idea de la superioridad de la edad y la experiencia, que impide conceder seriedad a los sentimientos del niño, tan interesante como los de los mayores y casi siempre más sinceros”. En cambio, nuestros sueños de adultos son diferentes. Los mayores comenzamos a recorrer el ciclo de los sueños históricos que vienen a reemplazar los sueños de infancia. De esta manera nuestros pobres pueden expresar los deseos y anhelos colectivos que constituyen lo más relevante de nuestra cultura mestiza: “somos tan solo una extensión del espíritu de esta isla. No hay tierra nueva ni mar nuevo. En las calles nos enredamos interminablemente, los mismos suburbios del espíritu pasan de la infancia a la vejez y en la misma ciudad terminamos llenos de canas. Llegamos a la madurez, lanzamos nuestras profecías, declinamos ante la inanidad, o peor aún, ante la soledad. Como por arte de magia dejamos de creer en los adultos y declinamos nuestras inclinaciones ante nuestros sueños de niños”.
  • En este ambiente de pobreza, en una eterna transición de más a menos pobreza, terca y maciza, la pobreza y el poder nos cansan, nos acogotan, nos aniquilan, nos dejan sin fuerzas y los amigos de hoy se tornan muchas veces los enemigos de mañana. “Entonces y solo entonces comprendemos que el pueblo tiene también sus aristócratas del intelecto y las clases pudientes, las clases altas, su alma de plebeya. Donde una palabra fuerte, un gesto desgraciado, un modo de comer, andar o reír, es suficiente para que dos personas permanezcan eternamente extrañas. Donde lo que hace a los hombres es el temperamento, mucho más que las ideas y donde la sinceridad es un don tan raro como la belleza y la inteligencia y no se puede sin ser injusto, exigir a todos. Entonces, y solo entonces comprendemos, con mucha tardanza que la gran división entre nosotros no es solo entre pobres y ricos, sino la originada entre las personas saludables y las que no lo son. Donde el triste escepticismo y la experiencia de los hombres, quisiera envilecer de miseria a todas las voluntades, donde cuesta tanto admitir la utilidad de los artistas buscando su pequeña cuota de poder, y donde se ve en ellos erróneamente el signo de una época fatigada, para así poder sentir por delegación”
  • ¿Y que queda entonces?
  • Que no existen gobiernos de niños ni gobiernos de adultos. Lo único cierto que queda es que nuestra vida se inicia con un canto al mundo natural, a la primera edad del hombre. Mar, cielo y tierra, vistos por los ojos graves y sorprendidos de un niño, imágenes imborrables que perduran para siempre y que cualquier hombre de poder y hombre público, quisiera recrear en la comunidad entera.
  • Leyendo lo que Torrente Ballester cuenta sobre su infancia en Galicia parece que no, pero oigámosle. “Yo me creo culto, pero no por lo que aprendí en la universidad, sino a causa de lo escuchado, en aquel rincón gallego durante mis años infantiles. Allí se configuró mi imago mundi: una cultura mágica siempre en colisión con los saberes aprendidos. Lo que sí me marcó fue la casa de mi abuela: primero, la casa en sí, grande, destartalada, llena de muebles hermosos y desvencijados, de puertas y ventanas con vida propia; caja de resonancia de todos los vendavales, de todos los ruidos, de los pasos quedos de todos los fantasmas, rica en rincones oscuros que mi miedo me ayudó a poblar de habitantes maravillosos y solemnes.

Después las gentes de la casa: ahora me doy cuenta que si alguna de mis obras consiste en una historia común que se deriva del choque de varios cuentos particulares, fue allí en la casa de la abuela, donde descubrí que era así. Por aquel valle donde nací bajaban los vientos más estruendosos, galernas de la mar que entraban por Cobas y recorrían el camino sinuoso y tierno, verde siempre, a veces con las amarilleces de los castaños, de las aliagas o de las hojas muertas; el viento se ensanchaba en la ría, para ahilarse otra vez entre castillos y salir por la boca, pitando. O silbando más bien. Gracias al viento aquel descubrí que todo puede ser flautín, acordeón, orquesta, si a su paso acaricia agujeros sonoros. La casa de mí abuela fue el primer conjunto sinfónico del que tuve experiencia; el viento hacía vivir sus resquebrajaduras, sus oquedades, los filos de las tejas: acariciaban sus dedos largos aquellas superficies como el teclado de un bandoneón. Con ese viento y esas historias, ¿qué esperaban que fuera? ¿Por ventura ingeniero de caminos?


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