Las hermanas del día pueden ser negras, muy oscuras, claras, también morenas, pero todas son tan bellas como el día; lo supe una vez cuando reunidas festejaban.
Me desperté sin cansancio, sin fatiga, como si fuese normal que así me despertase. Como si me hubiesen llamado porque algo importante acontecía.
Oí la noche y no era silenciosa, era profunda de ruidos. Para ese lenguaje los ojos de nada servían. Por eso, sin moverme mucho, puse atención con mis oídos.
Primero la imaginé negra como son todas las noches a pesar del blanco de las nubes que se paseasen en ella. Había ruídos saltarines que se divertían en el cortinaje negro reproduciendo en tonos de violín la alegría de selvas lejanas donde las aguas de arroyos caen de piedras encaramadas y los pajaritos trinan sin cesar brincando de rama en rama. Era la noche negra que hablaba.
Después, cuando pensé en los destellos estelares que suelen asomarse por detrás de las nubes blancas, diciendo que las hermanas del día no son tan negras, la imaginé clara. Mis oídos se hundieron entonces en un mar de olas plateadas escuchando ruidos juguetones que reproducían, en tonos de acordeón, el balanceo del mundo dormido sobre el lecho de las aguas. Era otra noche, la noche clara que hablaba.
Y luego, recordándome de los cocuyos, pensé que la noche podía ser tal vez morena. Así, los ruidos no sólo bailaban en cortinaje negro y nadaban en mar de aguas plateadas, sino que también se deslizaban en cabellera de azules lentejuelas y en su caer reproducían el cantar de una guitarra. Otra noche, tal vez... ¿morena?
Mis oídos habían querido oír más y más el enjambre de ruidos infinitos y dispersos que reunidos en haz resultaron ser armoniosa melodía.
Además de violín, acordeón y guitarra, oía piano, lira, sin duda voces de otras noches también reunidas. La noche no era silenciosa, estaba poblada de ruidos.
Era una noche de fiesta porque en esa fiesta de las noches descubriría que la noche es tan bella como el día, que fuese negra, muy oscura, clara o hasta morena.
Si (
No(
