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Algo más sobre la cotidianidad colonial

Por Antonio Sánchez Hernández
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martes 01 de octubre de 2019, 22:00h
“La experiencia es una tenue lámpara que sólo ilumina al que la sostiene. Para mí, uno sólo tenía derecho a morir cuando tenía una buena historia que contar. Entrar, contar y desaparecer.” L.F.Celine.
Resultó que el español de la época colonial estaba dividido en rígidas castas sociales, en gente de primera, gente de segunda, gente de tercera y en un cuarto y último escalón, el pueblo siervo o esclavo propiamente dicho, indígena o africano y ese fue en resumen el esquema que se implantó en esta isla del Caribe, perdida en el Trópico, en sus hatos y haciendas, ya que en España no conocían otro modo de vida. Esta división en castas, que separaba primeramente a los propios españoles, evitó la fusión cultural de estos con los indígenas y con los negros, y este formidable proceso de fusión de razas, nunca vista hasta entonces, resultaría incompleto en lo cultural.

Fácil es reconocerlo ahora, cinco siglos después cuando ya somos un resultado: una nación de inmigrantes con mayoría aplastantes de mulatos desde el siglo XVII. Pero de alguna manera tengo que arriesgarme y decirlo: desde entonces, han pasado ya dieciséis generaciones de treinta años en un largo mestizaje, divididos en castas, donde la pobreza ha sido nuestra gran maestra y nuestro gran estilo. Los libros o los manuscritos de la época, recogen esa transición, como lo sabes, pero no pueden resumir esos ambientes tan lejanos y no contienen esa vida, no la pueden contener aunque quisieran, y sólo contienen sus cenizas.

Y gracias a ellas, a las cenizas, podemos enterarnos de algunos aspectos no tan superficiales; por ejemplo, que casi todos nos alojábamos en casas miserables. Que lo que hacía la pobreza tan dura no eran tanto las privaciones, ni tampoco la promiscuidad, y que nos acostumbramos a ellas de manera natural. Se acostumbra uno fácilmente a la pobreza, lo sabes. Hay un goce casi masoquista en saber que se es pobre, que se está solo y que nadie piensa en uno. Haber vivido en una isla olvidada nos simplificó la vida, y todo lo que nos simplifica la vida es también una gran tentación.

Se sabe que los indígenas y los negros volvían tarde a sus bohíos, que estaban situados en las mismas haciendas, de noche, caminando por el trillo de los montes, machete al cinto o garrote en mano, con alguna meta productiva precisa para el día siguiente, que se suponía razonable, porque en aquellas noches coloniales también se solía, como ahora, caminar en sueños.

Eso sí, por su parte los españoles de segunda, es decir, los administradores de las haciendas y de las plantaciones, y los españoles de tercera categoría, los capataces o vaqueros, y también los de cuarta categoría, los campesinos siervos, indígenas o negros, parecíamos tener el aspecto vago de las figuras que a veces vemos en los inmigrantes pobres de ahora, que han llegado a esta isla con una mano delante y otra detrás, y a pesar de tanta pobreza y abandono, estaban convencidos que su vida no era una pesadilla, inepta, agotadora, interminable, como se ha dicho siempre, cuando la comparaban con la vida de sus propios abuelos del mismo rango social, que quedaron en las haciendas de España, en calidad de siervos de la gleba, o de los negros con relación a sus lejanas tribus de África.

Para que lo sepas, los ciudadanos españoles de primera, segunda, y tercera categorías sociales, eran a su modo seres bastante más razonables y pensaban que siempre es mejor el presente que el pasado, que ellos hacían camino al andar, y eso les infundía ánimos para vivir su vida en estos trópicos, en las extensas sabanas donde deambulaban a caballo, añorando íntimamente la existencia plácida y fija de ese nuevo tiempo inacabable de quijotes.
  • A propósito Abuelo, usted sabe que " El Quijote " fue escrito en gran parte en una cárcel y sabe también, que esta isla ha sido casi siempre una tierra de poetas, de artistas y de carceleros. La aventura del Descubrimiento de América es tan quijotesca como cualquier otra obra española, como poetas fueron a su modo, los que empezaron a vivir en estas tierras, sin retorno a ninguna parte.
  • Puede ser. Pero te lo repito con las palabras de Don Pedro Mir: “Aquí encontraron tierras fértiles, empapadas de lluvias torrenciales, recogidas por las montañas más altas de las Antillas. Clima ardoroso. Grandes ríos. Para muchos un paraíso, sin una pizca de nieve, ni de frío. Era entonces una isla bastante poco poblada, lo que conduce a la certidumbre de que los pobladores no pasaron por experiencias colectivas de hambre”.
  • La alimentación y la sensualidad, fueron los dos elementos principales de integración del español a las culturas indígenas y negras. La religión, las castas sociales y fundamentalmente el idioma, fueron los motivos de discordias que nos separarían durante mucho tiempo, que todavía nos separan, hasta cierto modo. ¿Acaso no advierten aún los capitalinos de pura cepa, el hablar pausado y provinciano de los no capitalinos?
  • Y lo más destacado, quizás, en esta transferencia cultural fue el respeto de los indígenas al culto de la madre naturaleza, rasgo que traspasaron a los españoles. Nuestros indígenas eran muy pobres pero esencialmente honrados, especialmente los taínos que eran la mayoría. Les gustaba este jardín donde vivían, rodeados de un mar cambiante con su desbordada fuerza. Nada los podía aislar de los amaneceres tan oscuros donde no se distinguía nada a tres pasos de distancia. Esas noches tan oscuras que abrazaban a los almendros, a los limoneros, a los frutales, a los cocoteros, a los caminos y a las bayahondas, les infundía la energía serena que necesitaban para sobrevivir. No había para donde ir ni otro camino de regreso, después de haber recibido a los nuevos visitantes y ya los indígenas, con los caciques a la cabeza, habíamos sido desplazados del Poder, nos dice la indígena Mencía.

Abuelo, pero les quedaba el mar como salida honrosa.

Quizás el único camino de huida real era el mar y lo usaron en medio de la oscuridad de la noche. Se sabe que muchos de ellos se aventuraron a las islas cercanas y conocidas del Caribe, creando la vía marítima y la tradicional doble A, agua por delante y agua por detrás, tradición todavía vigente en pleno siglo XX1.

La oscuridad, por su parte, les enseñaría a caminar presurosos como si tuvieran prisa, con una cintura llena de ritmo. A hablar como hombres libres, a respetar este espacio natural de luces y colores. A morir dignamente con la defensa de sus muertos y así proteger a sus vivos. Y se fue creando esta raza mulata tan hermosa, la nuestra, en la que la locura y la melancolía, alternarían de siglo en siglo como los ojos negros y los ojos castaños, y donde el tono de la piel de cada uno es una creación irrepetible. A considerar que esta nueva raza y ese nuevo arte de vivir tenía su hipocresía, que el espíritu humano necesitaba religiones, morales, estados, poetas y artistas porque no habían aprendido a utilizar la verdad completamente pura. Que siempre encontrarían personas fieles, por lo tanto libres, aunque no lo bastante, a pesar del eterno privilegio de poder cambiar de un sólo golpe por entero. Gentes sanas, a su manera, con historias sin tiempo, donde pasado mañana es mucho después que hoy, y hoy mucho después que ahora; donde cada quién se detenía en un lugar, por ejemplo, en un bohío a esperar su concubina o en una antigua vereda, a la sombra de un roble acogedor o de un robusto pino, viendo pasar lo que se piensa, sin pensar lo que se ve.

De ese pasado tan remoto, donde cada quién se integró como pudo, muchas veces al margen de la ley, solo ha quedado en el presente la lejana humareda del bohío o la casa bajo la cual se ha dormido, allá, en la bruma del recuerdo. Mucho antes que se lo dijera alguien, esa raza y esa cultura mulata nueva que se formaría lentamente, mezcla de español, indígena y negro, supo por experiencia propia que el alma humana, era más lenta que los propios sueños individuales, y así fue que aprendió el arte de delegar en terceros, y pueblo que delega necesariamente arriesga demasiado, por no decirlo todo: lo que les hacía admitir, no obstante, que podrían encontrar felicidad en esta fórmula, de modo que la vida fuese más duradera.

Y así se comenzó a vivir, delegando derechos y responsabilidades. Y de tanto delegar y posponer las cosas en su vida cotidiana, el mestizo y el mulato se fueron acostumbrando a las prórrogas; presente y pasado empezaron a vivir en eterno rezago, muchas veces y casi siempre sin planes, y se llegó a creer, con o sin razón, que la vida realmente les transformaba: en realidad no era así, lo que hacía era desgastarlos y lo que se desgastaba en cada quién eran cada vez más las cosas aprendidas.

Y de esta forma se quedó rezagado con respecto a su vida presente, viviendo del pasado, prorrogándolo todo. "Mejor tarde que nunca", se decían para sus adentros, pero en el fondo reconocía que a la colonización, un hecho histórico tan formidable, le faltó lo principal: amor y comprensión entre las partes. Las prórrogas se tornaron tan naturales, que la consideraban al mismo tiempo como una cuestión normal. Quizás por eso fueron capaces de comprender y sobre todo de perdonar, dentro y fuera de su tiempo vital, eso ya no importa.



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