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El abuelo sin tiempo en los países (Parte 1)

Por Antonio Sánchez Hernández
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antonioasanchezhgmailcom/16/16/22
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martes 03 de diciembre de 2019, 22:17h
“Podemos cambiar, ser piedras o astros, si conocemos la palabra justa que abre las puertas de la analogía”. Octavio Paz.
Hace cincuenta años que emigró el abuelo, conoció la nieve, la vio caer del cielo en forma de copos blancos, como motas de algodón. Ese día en que tuvo su primer contacto con un copo de nieve, supo que el agua helada podía pasar de cero a menos cinco grados Celsius, congelarse y brillar de manera especial y luminosa sobre las ramas secas de los árboles del pequeño parque contiguo, al contacto con el sol. El aire se había detenido, inmóvil, cuando él sintió por primera vez esos copos de nieve sobre su cuerpo y pensó en la eterna juventud. Respiró profundo y supo en ese instante, que un mundo nuevo se habría para él. Y cada día se transformó en una semana, una semana en un mes, un mes en un año, un año en la edad que lleva a cuestas. El tiempo pasó lentamente, el inexorable calendario lo hizo abuelo, envejeció y junto al tiempo, envejecieron también los copos de nieve que tanto le gustaban, la 175 Street donde vivía en el Alto Manhattan, al igual que su bloque de apartamentos, cerca de la parroquia de San Nicolás.
  • Recuerda el buen día que su hijo lo convenció de que en el campo cibaeño no tenía mucho futuro. Cosechas iban y venían, y su condición apenas mejoraba, salvo que tenía más hijos a quién querer, y cambió su campo de dieciocho tonalidades de verdes, por la urbe de hormigón armado, con puentes inmensos y la estatua de la libertad. Día a día pasaron sus años de emigrante, trabajando dos y a veces, tres tandas al día, durmiendo lo imprescindible, laborando desde el alba hasta el crepúsculo, y progresó. Ahora, ya viejo, retirado del trabajo duro de la antigua factoría, disfruta el tiempo que le queda por vivir, amarrado a esa cultura del hielo que aprendió a dominar, con unas buenas botas para sus pies y una gruesa bufanda alrededor de su cuello. Aún recuerda la nieve que tantas veces tuvo que palear frente a su apartamento, muy temprano de la madrugada cuando todo el vecindario aún dormía. Cuando se lo recuerdo me responde:
  • Con frío se trabaja mejor, la sangre circula libremente, pero para que nos entendamos, mi querido nieto, la vida es lo más valioso, y dentro de ella la salud, pues todo comienza y todo termina. Los hombres se dividen en dos: los que son saludables y los que no lo son. Quién dice vida, dice tiempo que queda por vivir razonablemente bien. Ese es el bien más valioso y, por hacerse cada vez más escaso, su valor aumenta con la edad. Mi hijo me convenció un buen día de vivir en New York con estas palabras: "viejo, es usted un campesino fuerte como un roble, con la salud que usted dispone, cuarenta años es una buena edad para comenzar una vida nueva en los países". De que tenía cuarenta años era falso. Uno tiene los años que le quedan de vida. Esos cuarenta años ya los había gastado, al igual que los pesos que me comí, viviendo en el campo de Sabana Iglesia. ¿Hay parroquias en New York? Fue mi única pregunta. Porque sólo si existe una parroquia cerca del lugar donde viviré, aceptaré la residencia americana.
  • Yo creía entonces que los gringos, rubios y colorados, eran todos ateos. Y mi hijo, ya residente, se tuvo que mudar cerca de la parroquia de San Nicolás, allá, en el Alto Manhattan, cuando apenas comenzaban a llegar dominicanos a New York y Manhattan era un barrio de judíos, a finales de los años cincuenta"...
  • El abuelo, erecto todavía como un roble antiguo, ya cumplió ampliamente los noventa años, aunque no los aparenta por ninguna parte. Él dice que no es verdad, que su edad verdadera es de cinco o diez años de edad, que son los que le quedan de vida. Siempre repite que el tiempo es una relación entre sucesos. Adoptó el proverbio americano que "time its money" y se dedicó a hacer "tiempo", a ahorrar para el futuro, en una alcancía de madera que el mismo construyó y que llevaba al banco cada fin de mes, práctica que discontinuó solo cuando aparecieron las tarjetas plásticas...
  • Abuelo, " la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encuentran cuando llega el día del gran despertar, como niños que nada saben de su ayer". En carta reciente, mi padre me decía: "El abuelo ha trabajado duro, todo lo que tiene se lo ganó a pulso, por eso merece un sueño tranquilo, pero es patológicamente desadaptado. Aunque suene muy cristiano, es una lástima que al viejo le falte tan evidentemente el sentido de la resignación. Ya no se adapta bien a Santo Domingo, le molesta nuestro calor demasiado húmedo, la ropa se le pega al cuerpo, pero ahora tampoco se adapta bien al clima frío de New York, sobre todo a la vida anónima. Sobre todo le da escalofrío la caída vertical de las Torres Gemelas. Cierto, le gusta mucho la comida americana, pero fuera de eso, jubilarse lo marcó para siempre.

Ahora bien, es un hombre de carácter, inteligente, aunque no pasó del cuarto grado de primaria. Cuando llegó a New York se inventó a sí mismo, diciendo que salir de su campo lo convertía en un ciudadano de ninguna parte, en un ciudadano del mundo. Que su verdadero lugar de nacimiento serían aquellos lugares, donde comenzara a ver la vida con una mirada inteligente. ¿Es que acaso se puede afirmar que la inteligencia es algún lugar de nacimiento?. Creo que es pura necedad, inteligencia y terquedad de anciano"...
  • Sorpresivamente, el abuelo me interrumpe en mi lectura y exclama: Escucha, tu padre estudió en la universidad de New York y se hizo ingeniero. Yo apenas estudié algunos cursos de primaria, en el campo de Sabana Iglesia, en aquellos huertos hostosianos que hacían hombres a los niños, que nos educaban en el respeto al entorno de los ríos y de los bosques. Sin embargo, ¿Por qué tu padre, todo un ingeniero, no mide el tiempo como una relación entre sucesos? Es elemental. Lo que a uno le sucede para bien, lo inscribe en el tiempo, y olvida lo desagradable. Si eso es terquedad pues soy terco. Lo reitero: aquel que no construye su porvenir, no tiene todavía fecha de nacimiento. ¡Tanto en New York como en Sabana Iglesia cada cual se rasca con su propia palo!...

Te voy a contar una historia. Alguien le preguntó a Galileo, ya viejo, cegatón y bajo arrestro domiciliario, cuántos años tenía. El gran sabio habría respondido: " No lo sé a ciencia cierta. ¿Cinco, diez? Su interlocutor le habría dicho: "Pero ¿qué dice, maestro? Usted no es un niño. A lo que Galileo habría respondido: tengo los años que me quedan de vida. Los otros ya los gasté".

No me queda más que sonreír. Aspiro a pleno pulmón. Desde el balcón de mi apartamento el aire capitalino dominicano me estimula de un modo sorprendente: como cambio de aires, puede Santo Domingo ofrecer momentos maravillosos durante horas enteras. Basta con poner la mano sobre el teléfono, para llamar o recibir llamadas de ministerios, periódicos, comisiones, agrupaciones, partidos políticos y amigos y la vida sale adelante. En cambio, en New York, no conoces a casi nadie, a nadie le importas y se vive en una soledad laboral que espanta... Es una ciudad para vivir escondido: eres libre de estar solo o poco acompañado.
  • Abuelo, esa soledad y ese frío newyorkino me provocarían reumatismo. Sé que usted aprovechó muy bien su tiempo en New York. No solo trabajó duro, sino que siempre iba acompañado de un libro, leyendo de manera infatigable en el metro y otros medios de transporte, y que las horas libres en su apartamento, las dedicó febrilmente a la lectura sobre los diversos problemas de su isla fascinante. Sus libros sobre Santo Domingo son realmente numerosos. Las personas emigrantes, trabajan allá como burros y regresan a la casa exhausta, a ver televisión. Usted no. Usted adquirió una cultura casi enciclopédica en los transportes newyorkinos, por decirlo de algún modo.
  • Es cierto. Me pasé cuarenta años leyendo todos los días, sobre temas dominicanos, aprovechando las horas en que me transportaba de un trabajo a otro. Adquirí, vale decirlo, una formación muy definida, autodidacta, sobre nuestro inestudiado país y nuestra realidad pasada y presente. Fui un discípulo directo de Hostos, y gracias a ese educador tan descollante, terminé siendo un insaciable lector.
  • Olvídese Abuelo, en Santo Domingo la vida no es tan atropellada como en New York, hay más tiempo para el cafecito, para hechar una siestecita después de la comida. El domingo es soleado. El abuelo está de buen ánimo, trato de convencerlo de que aquí, en su isla, se vive más tranquilo que en New York, que se radique en el país, que me gustan mucho sus conversaciones. Ya está pensionado y es ciudadano americano. No en vano se pasó tres décadas trabajando duro en las factorías, haciendo horas extras, ahorrando y leyendo. Domina perfectamente el inglés y es un buen conversador, en su idioma natal.
  • Mi hijo, demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman, nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. "Aún estás sentado en ese sillón, y crees estar todavía aquí, pero tu ser vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente comprendo que todo esto no es sino una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe, apenas el presente. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación es tan vana como él. No hay ni pasado ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado, por el que avanzamos todos".

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