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Homenaje al Cibao de Julio Cortázar

Por Antonio Sánchez Hernández
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sábado 01 de septiembre de 2018, 23:48h
“Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar pero nunca la he visto”. William Faulkner.

Mi único diálogo verdadero en el año 2018 es con una aromática taza de café. En el fondo el Santiago de hoy es también una enorme metáfora, al igual que el resto del mundo. Aquí se trabaja duro, se viaja, como en una gran ciudad y se cobra aún con el salario pírrico de un cibaeño.

Aquí y ahora, cada sorbo de café nos ata al día que comienza, cada día es diferente al anterior y al que le sigue: viviendo la vida por ciclos desde que nacimos en los valles y montañas, ahora con mucho más años de vida, y nacionalizados santiaguenses como fecha de nacimiento, bebemos café tiernamente acompañado por la cafeína, sintiendo menos y recordando más; ¿pero que es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y de perfumes Azaro que es el perfume que nos gusta desde la adolescencia? Y tras cada sorbo de café que se repite, vuelven los recuerdos como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos y aleccionándonos vicariamente, hasta que mi propio ser se vuelve vicario: el que hace las veces de otro y la nuca que mira hacia atrás abre grande los ojos, y la verdadera cara del presente se borra poco a poco como en las viejas fotos y piensas entonces que existen ríos metafísicos…

En efecto, nuestra ciudad de Santiago es un personaje literario de larga data migratoria. Cinco siglos son españoles. Un siglo es de migración árabe. Otros siglos son para otros migrantes de otras latitudes: americanos, franceses, holandeses, ingleses, haitianos. Por aquí pasaron y se quedaron a vivir gentes de todas partes. Primero los indígenas taínos y los caribes y luego los africanos: una mezcla muy variada. Una comunidad de inmigrantes con muchas culturas diferentes.

Sus casas en el siglo XX de galerías de aspecto victoriano, forjaban el ambiente comercial de la calle Del Sol: pequeños comerciantes empobrecidos. Cien años atrás la ciudad era una pequeña aldea, apenas un pobladito. Sus viejos y nuevos dueños, fueron llegando desde Europa y Africa desde el Descubrimiento de América; entonces eran inmigrantes pobres casi todos, que llegaban con una mano delante y otra detrás, como si la vida se moviera en un mismo círculo. De ellos los españoles y los árabes fueron componentes esenciales para esta ciudad cibaeña; libaneses, sirios, palestinos, judíos daban al poblado de Santiago sus desdichas de inmigrantes, un pacto con la vida, y a su desdicha, un áura de éxtasis; eran como esas heridas deliciosas, tardías, de un segundo aire, que esperamos encontrar tras un largo período de viaje.

Eran como santos, antes que simples enamorados. Desterrados por sus guerras interminables y por sus pobrezas excluyentes, eran descendientes de antiguos comerciantes que iniciaban una nueva vida en esta tierra fértil caribeña.

Tal vez un mayor sentido del humor le hubiera evitado un sufrimiento tan espantosamente vasto. Pero es difícil criticar, lo sé. Somos dueños de virtudes y defectos. Llegaron a Santiago, a un poblado tan pequeño, con el arte del comercio. A un destierro tan lejano y desconocido, a una isla desconocida, tórrida y lluviosa, haciendo camino al andar. Lo decían: no soy más que un caminante, un inmigrante árabe, no hay camino para el retorno…por lo tanto juro por la bandera de esta tierra con la tecnología del comercio y a veces de la buena educación.

Era un mes de un Diciembre cualquiera cuando comenzaron a llegar, hace ya un siglo, años más, años menos. En la gran calma de esas lejanas tardes de invierno había un reloj: el mar. Por el mar llegaron desde tierras tan lejanas. Vacías cadencias de las olas que lamían sus propias heridas, hoscas en las bocas del delta del río, bullentes en las playas desiertas, vacías, eternamente vacías bajo el vuelo de las gaviotas; garabatos blancos sobre el gris, masticados por la nubes. Era para ellos, como para cualquier otro inmigrante, el comienzo de una nueva aventura a finales del siglo XIX y comienzo del siglo XX.
  • Decían o pensaban:”por lo que a mí respecta, no soy feliz, tampoco desdichado. Vivo en suspenso como un camello o una pluma en la amalgama nebulosa de mis recuerdos. Mediterráneo como soy, comerciante o artista probado, he hablado de la inutilidad del arte, pero no he dicho la verdad sobre el consuelo que procura. Aquí, en esta nueva tierra de Santiago de los Caballeros, soy apenas un español o un árabe, hijo eterno del comercio. Mis antepasados fueron los creadores del comercio mundial. Por medio del arte, generación tras generación, logramos una feliz transacción con todo lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar al destino, como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas las posibilidades: las imaginarias.

Nuestra vida comercial nos dio prestancia y relevancia en el mundo europeo, lo mismo que en el arte. El álgebra, el cero, las matemáticas, la industria de la construcción, la agronomía, las pirámides, la astronomía nació de nuestras manos. ¡Fuimos pioneros! ¿Por qué habríamos de herirnos unos a otros? No, la paz que buscamos y que quizás me sea concedida en esta nueva tierra caribeña, vendrá con el trabajo tesonero, la encontraré en los ojos del arte y del comercio, brillantes de cariño o en las dilatadas pupilas de aquella mujer enamorada.

Ahora que cada uno de nosotros ha tomado el destierro como sendero, caminante no hay camino, se hace camino al andar…Llegamos hasta aquí con nuestras mujeres. Ellas no habían destruido mis miserables defensas con ninguna de esas cualidades que pueden señalarse en una amante: encanto, belleza excepcional, inteligencia; nada de eso, sino por obra de lo que sólo puedo llamar su caridad, en el sentido griego y romano de la palabra que por fortuna también heredaron nuestros antepasados.

Ellas decían que habíamos quedado atrapados en la proyección de una voluntad demasiado poderosa y deliberada para ser humana, formando el campo de atracción que aquel lejano Santiago presentaba hacia los que había elegido para ser sus símbolos vivientes…Todo comenzó hace ya más de un siglo de inmigración árabe. Ruido de pasos, y la figura femenina, vestida de blanco en los accesos del parque Duarte, al lado de la Catedral. A las ocho de la mañana, en las pequeñas y casi minúsculas tiendas de la calle Del Sol, frente al Palacio de la Gobernación, se llenaban y así se vaciaban sus pulmones. Los rayos pálidos, alargados por el sol de la tarde se conjugaban con los resplandores de deslumbrantes palomas, como paneles dispersos, que volaban a lo alto de la cúpula de la Catedral, despidiendo el día que languidece-.

Desde entonces, un día y otro, inmigrantes cansados abren los postigos de sus balcones y avanzan ofuscados en la luz pálida y caliente de esta ciudad caribeña. Se escucha el rodar de los cocheros que llevan a los pocos funcionarios hacia el centro del poblado de Santiago todavía medio dormido, como un paso lento de sandalias blancas. La ciudad de Santiago despierta como una tortuga vieja y cada quién desde su carruaje, con alma de cochero, lanza un vistazo a su alrededor.

Nuestro poblado no permitía el anonimato a los que tenían más de doscientos pesos de renta mensuales. Pero el gobierno estaba tan endeudado que no podía amortizar sus deudas. Gobernaba entonces un dominicano héroe de la Restauración de origen haitiano. Le apodaban Lilís. La población del Cibao vegetaba alrededor de un ferrocarril con la ruta Santiago-Sánchez-Samaná. En ese viejo tren se transportaban productos agrícolas, pasajeros, mecedoras y hamacas. Este último año en que gobernaba Lilís se estaba vendiendo la Bahía de Samaná a los norteamericanos. El Congreso dominicano quería vender la Bahía de Samaná a los EE.UU, pero la oferta fue rechazada por el Congreso de EE.UU.. Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. A beber café nueva vez.
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