Nunca podemos dar por sentado que nuestros hijos andan siempre por el camino correcto, aunque hayamos contribuido correctamente en su formación. Las tentaciones que andan por ahí son muchas. Y los «tentadores» tienen habilidades para hacerlo. Nuestra observación de los hijos debe ser permanente.
Tenemos que tener conciencia que los hijos no son ni serán extensiones de nosotros mismos. Los orientamos, alimentamos y procuramos que estudien. Pero irán creando su propia personalidad e historia. Nunca podemos pretender que hereden hasta nuestras singulares frustraciones y logros. Ellos desarrollarán sus propios asuntos.
No olvidemos que es un soberbio disparate eso de que... «en tiempos pasados cosas eran mejores.» No es cierto. Ningún tiempo pasado fue mejor. Sólo diferente. Un grave problema que tiende a presentarse es el tema de la competencia con las madres. La relación de un niño con su madre es especial. Empieza en esos nueve delicados meses que permanece en el vientre.
Luego comienza el matriarcado. Recuerden que este empezó desde la época antipetecatrepetecida. Así es, en la caverna comenzó esa singular relación madre-hijo. No podemos ni debemos competir con eso. La nuestra es, sin embargo, muy poderosa. Tiene otras características, pero el vínculo es inmenso. Suelo gritar, como colofón de este asunto: «No soy madre ni un segundo, pero papá a tiempo completo».
Uno de los tantos tributos que tenemos que rendir a nuestros hijos, es el respeto irrestricto a su progenitora. ¡Me inclino reverente ante el amor y la dedicación de una madre para sus hijos! Ser padre también entraña entender ese rol, fomentarlo y cuidarlo. Permítanme que hoy, precisamente, no pida (sean indulgente con este padre) mi acostumbrado... ¡Telón!