Pedro Sánchez, el secretario general del PSOE, utilizó un nuevo término en estas lides: habló de la necesidad de “restaurar” España. Desde que Juan Carlos I, en su penúltimo mensaje de Navidad, dijo que había que “regenerar” la política del país, no había yo escuchado un grito tan preocupante. Luego, tras pretender hacer oídos sordos a la recomendación real, la clase política hizo suya la palabra ‘regeneración’, vaciándola algo de contenido. Ahora ha llegado esa invitación a la ‘restauración’ de una nación que, a veces, parece empeñada en dejar de serlo. Algo muy serio, pero aún sin definición posible, está ocurriendo en las entrañas de un Estado amenazado en su integridad territorial y en el que las instituciones, los símbolos y las tradiciones se hacen tambalear del todo innecesariamente cada día.
“Cambiaron los nombres de las calles, pero los baches seguían allí”, dice el genial Andrés Rábago. Y ese es precisamente, a mi juicio, el tema: con la cantidad de problemas concretos que tenemos, copar las polémicas con la tasa del euro turístico o la retirada del World Mobile Forum, por poner dos ejemplos, parece una insensatez. A Manuela Carmena, que puede llegar a ser una gran alcaldesa de Madrid si sabe frenar las ocurrencias de algunos en su equipo, le preguntan qué piensa hacer ante la cantidad de gente que duerme tirada y sucia en la Gran Vía; a nadie le inquieta si quita o pone un crucifijo en una mesa oficial. Todos saben que el Cambio será la reforma electoral –a este paso, todos acabarán apoyándola, para que no se repitan sorpresas como un ‘Kichi’ nada menos que al frente del consistorio en Cádiz--, la reforma de la Administración, que ahí anda, aparcada en algún cajón de La Moncloa, un repintado de la Constitución, una mayor equidad en la distribución de la riqueza, y no sustituir un busto de Felipe VI por otro de cualquier dirigente de la FAI.
Acudí el pasado jueves a dar una charla en la Universidad Menéndez y Pelayo sobre los cuarenta años de la muerte de Franco, que se cumplen en noviembre; siempre me horrorizó la figura de aquel general que fue casi un genocida, pero nunca pude entender que una de las primeras prioridades del zapaterismo fuese desmontar al dictador de sus estatuas. Como me cuesta aceptar que alguien trate, en Cataluña, de repetir aquel gran error que fue el Estat Catalá de 1934; hace tiempo que pienso que el mesianismo de Mas le lleva casi a añorar ser Companys.
Sospecho que todo este coheterío sin mayor fuste, pero con enorme estrépito, acabará teniendo un efecto boomerang. De momento, comprobamos por las encuestas que la imagen de ese Monarca cuyo retrato se quiere hacer desaparecer ahora de algunas casas municipales mejora cada día, respetada por todos los presidentes autonómicos que acuden a La Zarzuela, incluyendo, claro a ese que quiere dar un portazo. Y tengo para mí que, de tanto jugar erróneamente con esa palabra sagrada que es ‘Cambio’, acabaremos devaluándola tanto que muchos reaccionarán volviendo los ojos hacia la figura política que más reticencias muestra hacia las mudanzas, es decir, Mariano Rajoy, que, por el momento, no anda precisamente en alza entre otras cosas por su inmovilismo.
Y es que la ciudadanía anda, andamos, despistada con tanta barahúnda que se muestra inconsciente de que la política es una cosa muy seria como para dejarla en manos de niños, aunque sean septuagenarios. Sí, hay que restaurar España, rehabilitarla, que no significa necesariamente, tal como parecen interpretarlo algunos, derribar el edificio para hacer monumentos arquitectónicos al ego. Hay juegos infantiles que acaban mal. Apunto este titular de una entrevista al presidente de uno de los dos mayores bancos del país, cuyas palabras nunca se caracterizaron por caer en el sensacionalismo: “ya se están paralizando las inversiones”, dice. Y no, no se refería a Grecia.