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Cuento

'Gabriela'

"Gabriela"

Por Rosalinda Alfau Ascuasiati
miércoles 05 de mayo de 2021, 23:29h

Desde hacía poco, ya no era más estudiante y solo sabía que quería escribir. Para ir en el sentido de lo que me proponía, necesitaba una máquina de escribir o más bien, otra, porque ya tenía una Olivetti, pero era mecánica, como todas hasta entonces, sin embargo, se habían puesto de moda las eléctricas con todas esas mejorías que las hacían tan atractivas.

En ese momento, mis dos más íntimas amigas esperaban su primer bebé. Estudiaban todavía la carrera, y vivían con su pareja en una habitación pequeñísima, en dónde el espacio no sobraba. Para el advenimiento del recién nacido, le hicieron sitio a la cuna. A mí me dio por pensar, que en mi caso, era igual. Yo también esperaba el mío, y así ocurrió. Gabriela, mi máquina de escribir fue, nada más y nada menos, mi primerizo. Se trató de un niño deseado, cuya llegada necesitó sus preparativos.


Mi habitación era un pañuelito, aún más pequeña que las de Zoraida y de Mirna, mis amigas. Yo, como ellas, acomodé un rincón, el mejor, para recibir a Gabriela. Ese nombre lo trajo, no se lo puse yo. “Gabriele” iba inscrito en su lindo armazón blanco, encima hacia la derecha, y naturalmente, Gabriela fue su nombre sin necesidad de bautizo con agua bendita.

La atracción es algo tan singular... Se mira un objeto y éste nos seduce, sabemos que nos está esperando, nos subyuga como lo haría el rostro del ser más atractivo, o como en mi caso, el de la bebita que esperaba. Así pues desde que la percibí, me conquistó, supe que era ella, no otra, y la compré. Me perdonaran mis camaradas al compararla con sus angelitos que llevaron en su seno nueve meses, pero yo me olvidé de haber obtenido a Gabriela a cambio de dinero; simplemente la advertí, la adoré desde que la distinguí entre las demás, y me la llevé enseguida a la casa para instalarla en el sitio que le tenía reservado.

Era un día de verano. La llevé en brazos; lo recuerdo, o más bien, no pudo ser de otra manera, porque la Olivetti mecánica, yo siempre la transportaba así, y de buenas a primeras, no iba a cambiar. Sin embargo, cual no fue mi sorpresa al recibir a mi Gabriela en tamaño embalaje, perdón, en su suntuoso estuche negro que pesaba casi tanto como ella; pero no me importó, ¡cómo iba a importarme! Iba toda orgullosa por la calle, bajo un sol estival a través de los bulevares y ponía más cuidado que anteriormente al atravesar las calles como si, entusiasmada por la nueva vida que empezaba, me interesara en preservarla más que nunca, y evitara cualquier acontecimiento que pudiera interferir con mis halagüeñas prospectivas. Por todo lo cual, desde hacía días, yo cruzaba religiosamente en las esquinas, con el semáforo en rojo, y no a lo loco como acostumbraba. Con todo y eso, casi estuve a punto de perder la vida junto a Gabriela, porque un autobús quemó un semáforo. Me indignó la imprudencia del chófer que arrancó antes de tiempo, sin atender a la dificultad que significaba correr con tanto peso encima; nos tiró el autobús encima a mí y a mi criatura, como si no entendiera que llevaba mi bebé en brazos y no, una simple maquinilla, con lo que me obligó a correr como una desaforada con mi muchacho a cuestas.

Igual que los pequeñines de mis amigas, Gabriela tuvo su ajuar desde el primer día. Sí, igual que toda niña bien nacida, en su canastilla —en su estuche, claro— tenía de todo: margaritas de tipos diferentes, correctores, cartuchos de cintas de tinta, calcomanías con las letras del teclado español para colocárselas encima al teclado francés, en caso necesario. En todo momento, yo destapaba su estuche, recolocaba las margaritas en sus receptáculos individuales, contaba los correctores, chequeaba que no le fuera a faltar nada, y hacía las provisiones indispensables por adelantado.

La presencia de Gabriela me seguía por todos lados, hiciera lo que hiciera, estuviera adónde estuviera. En la habitación como en la calle, pensaba siempre en ella. Y cuando volvía de fuera, antes de quitarme el abrigo y ponerme cómoda en zapatillas, iba a mirarla. Si no salía, de tanto en tanto, dejaba lo que me ocupaba y me le acercaba. ¿Cómo explicarles esa relación con ella? La tocaba, la miraba. Admiraba sus líneas elegantes, apreciaba su sonido discreto, su gusto comedido a conformarse al espacio perfecto de su estuche: era muy fina mi Gabriela.

Cada tarde, después del refrigerio, al volver del trabajo, y todo el fin de semana, no me separaba de ella, pasando a máquina lo que había notado en papeles de circunstancias: servilletas de papel o clínex, recibos del banco que encontraba en los bolsillos del abrigo o en el fondo de la cartera. Mi lema era entonces, dejarme mandar por un contenido y mantenerlo al ojo hasta amaestrarlo. Cada vez, me creía presa de uno u otro, pero yo era muy despreocupada entonces y finalmente, poco a poco, lo olvidaba. De tiempo en tiempo, divisaba el tema descuidado en el camino, como si distinguiera a un conocido entre los matorrales: Me estaba acechando, me seguía de cerca, lo sentía detrás, lo cual no me molestaba, muy por el contrario, me reconfortaba, me tranquilizaba. Pero de nuevo, distraída, indolente, volteaba la cara, lo dejaba atrás, no pensaba más en él hasta el nuevo encuentro. Es por esto precisamente que le debo tanto a Gabriela. Gracias a ella conservo las huellas de lo que me ocupó entonces.


Gabriela me ayudó a pasar en limpio todas esas ideas captadas al vuelo durante esos años que fueron pocos, a lo sumo tres, cuatro, no recuerdo, pero fue un período inigualable, muy intenso, en que devoraba la vida. Sin embargo, no hay más ingrato que el tiempo con su progreso y, pronto, igual que Gabriela desplazó a la Olivetti mecánica, una computadora con su disco duro, vino a sustituirla a ella. En adelante, desfilaron los ordenadores, cada vez más chiquitos con su cañonera de ventajas.

Mi apego por ella no varió ni un ápice, y me siguió en cada mudanza para ir a ocupar siempre, hay que decirlo, un sitio en el armario. Solo algunas veces la sacaba de su escondite y de su precioso estuche para llenar formularios, pero el adelanto como saben, no se detiene, y con la aparición del scanner, no salió más nunca de un armario, o más bien salía de uno para entrar en otro; la cambiaba continuamente de guardarropa, y su estuche constituía un bulto voluminoso que no encontraba lugar.

La permanencia de Gabriela en la casa quedó seriamente comprometida. Reflexionaba mirándola y comprendía que estaba demás. Hay razones que el corazón no entiende. La había tenido conmigo más de la mitad de mi vida y no era fácil desprenderme de ella solo por hacer espacio. Un objeto más, un objeto menos, ¡qué más da! Cuesta mucho conformarse con dejar a los hijos seguir su vida cuando crecen. Así fue de difícil con Gabriela. Sin embargo, después de mucho esfuerzo, de mucha cavilación, un día, me resigné a dejarla seguir su camino. Formaría parte de la colección de una joven aficionada a máquinas de escribir, me dijo la amiga a quién, se la confié una tarde. Partió tan flamante como el día en que llegó a mi habitación de estudiante. Iba con todo su ajuar, sin olvidar su documentación completa, como si fuera papeles de familia, que pudieran asegurarle el trato de su rango.

A menudo pienso en Gabriela. Mi consuelo es imaginarla rodeada de otras compañeras en casa de una coleccionista, mucho más a gusto que encerrada en un armario. Su escritura, o la de sus margaritas, es inconfundible para mí y resulta ser el lazo que me mantiene unida a ella. El scanner ha ido fotografiando las hojas en que rencuentro las ideas transcritas gracias a ella, la cual a pesar de no tener memoria, como todas las máquinas de escribir eléctricas de entonces, me ayudó a preservar la mía, acerca de una época significativa de mi vida.

En estos días, encontré un descriptivo suyo. No comprendo cómo no partió con ella. Fue una sorpresa verla. !Me alegra tanto tener su foto! Y podría seguir contando más y más, pero con lo que he relatado, ahora conocen a grandes rasgos, mi historia con Gabriela.
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