www.diariohispaniola.com
Santiago de los Caballeros.
Santiago de los Caballeros. (Foto: Fuente externa)

Lauren Durrell

Por Antonio Sánchez Hernández
x
antonioasanchezhgmailcom/16/16/22
http://antoniosanchezhernandez.com/
sábado 12 de junio de 2021, 23:50h
‘’En la naturaleza nada existe por separado, todo se encuentra integrado y las partes guardan mutuas interdependencias. Allí donde se une la atmósfera, la hidrósfera y la pedósfera, se forma la vida, la biosfera’’. Ing. Eleuterio Martínez.


Nuestra ciudad de Santiago es un personaje urbano para migrantes. Primero fue español. Cuatros siglos después, árabe. Sus casas de galerías al estilo victoriano, formaron un ambiente comercial, una calle del Sol, entonces de pequeños comerciantes empobrecidos. Cien años atrás la ciudad era una aldea, apenas un pobladito. Sus nuevos dueños, al igual que sus viejos dueños, con cuatro siglos de diferencia, eran migrantes que habían llegado uno tras el otro, con una mano delante y otra detrás, pero esta vez eran del Medio Oriente Andaluz. Cristianos, musulmanes, casi todos andaluces fueron en su primer intento urbano, españoles. Pero la vida también se repite en círculo.

En ambas migraciones, que venían en plan de conquista, cruzando océanos, recuerdo que los primeros eran españoles. Luego, cuatro siglos después, llegaron en una segunda camada: libaneses, sirios, palestinos, israelitas, y daban a la ciudad de Santiago, a sus desdichas de inmigrantes, un pacto con la vida, y a su presencia, un aura de éxtasis.

Era como esas heridas deliciosas, tardías, en un segundo aire, que esperamos encontrar tras un largo viaje sin retorno. Los migrantes eran como santos, antes que simples enamorados. Desterrados por sus guerras interminables y sus pobrezas excluyentes, eran hijos de antiguos comerciantes que iniciaban una nueva vida en una tierra fértil caribeña. Sin embargo, un poco de sentido del humor le hubiera evitado un sufrimiento tan espantosamente vasto. Pero es fácil criticar, lo sé. Lo sé. Llegaron al mismo destierro tan lejano y desconocido, a una isla desconocida, tórrida y lluviosa, que hacían propiamente su camino al andar. Y lo decían: soy un caminante, un inmigrante, no hay camino para el retorno, desde ahora y desde siempre, tras largos siglos perdidos en la bruma, no hay camino, hago camino al andar. Y al fijar la vista atrás, veo una tierra donde no se ha de volver a pisar.

Era un mes de un diciembre cualquiera cuando comenzaron a llegar los árabes, hace ya un siglo, años más, años menos. En la gran calma de esas lejanas tardes de invierno detrás de todo había un reloj: el mar. Por ahí llegaron otra vez desde tan lejos. Vacías cadencias de las olas que lamen sus propias heridas, hoscas en las bocas del delta, bullentes en las playas desiertas, vacías, eternamente vacías bajo el vuelo de las gaviotas; garabatos blancos sobre el gris, masticados por las nubes. Era para ellos, el comienzo de una nueva y segunda aventura a finales del siglo XIX y comienzo del siglo XX.
  • Decían o pensaban: “por lo que a mí respecta, no soy ni feliz ni desdichado. Vivo en suspenso como un cabello o una pluma en la amalgama nebulosa de mis recuerdos. Mediterráneo como soy, comerciante y artista, he hablado de la inutilidad del arte, pero no he dicho la verdad sobre el consuelo que procura. Aquí, en esta nueva tierra de Santiago de los Caballeros, soy apenas un eterno hijo del comercio. Mis antepasados fueron los creadores del comercio mundial. Pero no solo. Por medio del arte, generación tras generación, logramos una feliz transacción con todo lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar del destino, como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias.

Nuestra vida en el comercio nos dio prestancia y relevancia mundial, lo mismo que en el arte. Si no ¿por qué habríamos de herirnos unos a otros? ¡Fuimos pioneros¡ No, la paz que busco y que quizás me sea concedida en esta nueva tierra caribeña, no la encontraré jamás en los ojos del arte o el comercio, brillantes de cariño, ni siquiera en las sombrías pupilas de aquella mujer enamorada. Ahora cada uno de nosotros ha tomado un camino distinto, pero en esta primera gran ruptura de mi madurez siento que su recuerdo dilata prodigiosamente los límites de mi arte y de mi vida.

Llegamos hasta aquí con nuestras mujeres. Ellas no habían destruido mis miserables defensas con ninguna de esas cualidades que pueden señalarse en una amante: encanto, belleza excepcional, inteligencia; nada de eso, sino por obra de lo que sólo puedo llamar su caridad, en el sentido griego y romano de la palabra que por fortuna heredaron nuestros antepasados fenicios. Ellas decían que habíamos quedados atrapados en la proyección de una voluntad demasiado poderosa y deliberada para ser humana, formando el campo de atracción que aquel lejano Santiago presentaba hacia los que había elegido para ser nuevos sus símbolos vivientes…

Todo comenzó hace ya más de un siglo. Eran las seis de la tarde. Ruido de pasos, y la figura femenina, vestida de blanco en los accesos del parque Duarte, al lado de la Catedral. A esa hora, las pequeñas y casi minúsculas tiendas de la calle Del Sol, al lado de la Catedral de Santiago, frente al Palacio de la Gobernación, se llenaban y se vaciaban en sus pulmones. Los rayos pálidos, alargados por el sol de la tarde se conjugaban con los resplandores de deslumbradas palomas, como paneles dispersos, que volaban a lo alto de la cúpula de la Catedral, despidiendo al día que languidece.

Desde entonces, un día y otro, hombres cansados abren los postigos de sus ambientes y comercios caribeños. Se escuchan aún el rodar de los cocheros que llevan a los pocos funcionarios hacia el centro del poblado todavía medio dormido, como un paso lento de sandalias blancas.

La ciudad de Santiago despierta como una tortuga vieja y cada quién desde su carruaje con alma de cochero, lanza un vistazo a su alrededor. Entonces nuestro poblado no permitía el anonimato a los que tenían más de doscientas pesos de rentas anuales. Pero el Gobierno estaba tan endeudado que no podía pagar sus propias deudas. Gobernaba entonces un dominicano de origen haitiano. Le apodaban Lilís. La población del Cibao vegetaba alrededor de un ferrocarril con la ruta Sánchez-Samaná-Santiago. En ese viejo tren se trasportaban los productos agrícolas, las mecedoras y las hamacas. Este último año en que gobernaba Lilís se estaba vendiendo la bahía de Samaná a los norteamericanos. El congreso dominicano quería vender la bahía de Samaná a los EEUU. El Congreso de E.E.U.U. lo puso a votación y se perdió la venta por apenas unos cuantos votos. ¡Qué país con tan poca suerte! ¡Ni siquiera podíamos ser norteamericanos!
  • En el siglo XX1 no sé qué nos pasa. Ese último año de nuestra última pandemia, hemos llegado a un punto muerto. Nos falta la voluntad necesaria para hacer algo de nuestra vida, para mejorar la situación trabajando intensamente o escribiendo, incluso para hacer el amor. No sé que nos ocurre. Es la primera vez que nos falta verdaderamente el deseo de sobrevivir. A veces hojeamos las páginas de un manuscrito o las viejas pruebas de una novela o de un libro de poemas, distraídos, con disgusto, con tristeza, como si examináramos un pasaporte caduco.

Pero para nuestra eterna suerte, siempre hay un camino, se hace camino al andar… Y entonces se unen nueva vez la atmósfera, - el clima-, con la hidrosfera, - el agua -, y esta última con la pedósfera, - la tierra-, y se forma la biosfera, - la vida -. Y seguimos con nuestro eterno y agitado curso, con “las interrelaciones que se establecen entre los seres vivientes y el medio inanimado para hacer posible la vida”.
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios