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Doña María de Toledo y muchos otros afortunados. (Parte 1)

Por Antonio Sánchez Hernández
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antonioasanchezhgmailcom/16/16/22
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lunes 01 de julio de 2019, 22:00h
“Nada es real si no lo escribo”. Virginia Woolf
Ya estamos llegando, Su Majestad, dijo risueña el ama de llaves. Vine a ayudarla a vestirse como una verdadera reina, pues usted, junto a Nicolás de Ovando, será la creadora del primer virreinato español en ultramar. Doña María de Toledo, que estaba parada en la proa del galeón, secó su rostro acalorado y húmedo con un pañuelo azul bordado por siervas andaluzas, en su primer contacto con el trópico ardiente del Caribe y se quedó mirando las piruetas de las primeras gaviotas que se arremolinaban alrededor del mástil del barco, el cual se movía ahora, lentamente en dirección a la ya posible costa.

En medio del ancho mar, el primer golpe de buena vista y de buena suerte que el Trópico caribeño deparaba a este galeón repleto de tantos aventureros, era nada menos que las piruetas de sus primeras gaviotas en pleno vuelo. Como diciendo: Hijos de la aventura, casi de la chingada, como diría un mejicano moderno del D.F., ahí te van estas piruetas de gaviotas para que os entretengas. Según sus cálculos en un par de horas el largo viaje, que había durado cerca de un mes atravesando por momentos un océano Atlántico encendido en gruesas olas, la conduciría a ser la primera dama del Primer Virreinato de América. La tierra no debía estar muy lejos, pues tanto ella como los abatidos y cansados pasajeros, sentían ya en la brisa otro olor distinto que el de la sal: olía ya a costa, a tierra firme y a partir de ese momento en el diáfano cielo, comenzó a circular un enjambre interminable de gaviotas y donde hay tantas gaviotas, hay costa tropical muy cercana.

El galeón siguió su ruta en dirección al curso de las gaviotas durante dos horas exactas que parecieron minutos en comparación con el largo viaje, hasta que una costa tropical radiante, verde y azul con montañas onduladas y llenas de palmeras orgullosas surgieron a la vista de todos. Vista desde el barco, la montaña miraba al mar desde lo alto y viceversa, que lo que va viene. En fin, que la palma miraba también al salitre y a los aventureros recién llegados. Cuando el galeón se acercó a la costa, se escuchó un grito desde lo alto del mástil: tierra. Y la tripulación toda se agolpó en cubierta, hasta que el ancla quedó amarrada en el atracadero. Por la mar venimos. Así, de manera muy simple, concluía el periplo del largo viaje de una tripulación de aventureros españoles, que llegaba por primera vez al lejano mar Caribe a sembrar su semilla de aventuras y sueños quijotescos.

El galeón llegó realmente al atardecer, aterido de salitre, en medio de un sol caribeño anaranjado que se despedía tibiamente en el crepúsculo en busca de una noche estrellada luego de tan larga travesía y se acercó lentamente a la riada de un puerto improvisado en el sur de la isla caribeña, desde entonces tierra atractiva para todos los grandes navegantes aventureros de tierra adentro. Eran tan variados los personajes que venían en el galeón que cualquiera en su sano juicio se hubiese quedado sencillamente maravillado: había españoles de todas las clases sociales. Los había de primera categoría social, como Doña María de Toledo y su séquito. De segunda categoría social, como los futuros administradores de las haciendas y hatos, ataviados desde ya con sus levitas. Y también de tercera categoría social, los capataces y vaqueros que organizarían la dura faena de los negocios con su ya visible ropa de labor. Los amigos del grajo laboral. Todos anhelaban la riqueza, y por algo muy grande habían apostado, juntos, a encontrarla en tierras tan desconocidas y lejanas.

Permíteme por favor adelantar por el momento que Doña María de Toledo era una dama tan despistada como soñadora. Debía ser despistada puesto que confundió el día de su partida para Las Indias con el día posterior, y como es natural, no había concluido con sus baúles para el largo y transoceánico viaje, a pesar de su deseo profundo de pasar el resto de su vida, en un lugar bien distante de su España medieval, en brazos de Don Diego.

“¿Madre, donde estás?, gimió Doña María de Toledo. Venga pronto y ayúdeme a resolver esta tardanza. Ay si no fuera por nuestras madres, con esa inmensa vocación de servicio”- Pero por favor no olvide que Doña María de Toledo pertenecía a una clase social privilegiada, donde el trabajo duro estaba vedado, que ahí el trabajo era como el negrito del batey, lo que la conceptuaba como una persona de gran abolengo social, razón importante para que un par de siglos después perdiera la Madre Patria la partida imperial con sus concurrentes países vecinos, donde la nobleza si bajaba el lomo hasta el final y desde el principio y donde realeza y negrito del batey no se daban las manos en ningún lugar. Pero por razones de temperamento ella era una especie de rebelde sin causa, cuestión inhabitual en las personas de mucho abolengo, que siempre se situaban en su "sitio" para evitar confusiones y que además tenía una gran disposición al trabajo creativo. Era de temperamento artístico. Sin dudas.

En la tarima del puerto había un grupo bastante reducido de personas que esperaban a los viajeros. Cuando por fin el galeón tocó tierra y quedó amarrado en el atracadero, comenzó esta historia de pobreza de esta isla del Caribe tropical, desde entonces fuente espiritual e inagotable de criollos y de mulatos. En ese momento, Doña María de Toledo recordó que su vida en España había sido de un hermetismo tal que era casi incompatible con su abolengo. Era una persona de pequeña estatura, a juzgar por el tamaño de su cama y de sus ropas, que hoy aún pueden verse en el Alcázar de Colón. Pero era además una mujer de primera categoría social y además muy bella, deslumbrante con su gruesa cabellera castaño oscura que le colgaba hasta la cintura, propia de tierras andaluzas; siempre erguido su cuerpo, respetuosa de las estrictas y buenas costumbres, de los recatos de su tiempo y de su clase, y que no obstante no se limitaría nunca a sus funciones cortesanas y domésticas. De sangre aventurera, de un carácter indomable, quijotesco y soñador como era su tiempo, sabía de antemano que si se quedaba a vivir en aquella España Virreinal y medieval, su vida estaría limitada a servir dignamente en las Cortes, con sus buenos y educados modales, pero sentía instintivamente que ese no era más que una pequeña parte de su destino.

“Tu destino está lejos de aquí, es una realidad imaginaria, siempre presente, razón por la cual sus hijos serán concebidos en tierras extranjeros y nacerán casi siempre en playas muy lejanas, le habría dicho una gitana cuando le leyó las líneas de su mano en una salvaje y poco conocida playa andaluza. “Usted cristaliza por el lado español a la aventura”, le susurró la gitana en su oído derecho y desde ese día Doña María de Toledo solo se rasca de ese lado como si el oído izquierdo no existiera. Supo desde esa conversación con la gitana, que ella sería una de las raíces criollas que se sembraría en esa tierra de su tiempo y de su alcurnia y cuyas huellas urbanísticas se conservan casi intactas todavía.

Como toda mujer de primera categoría social en España, tuvo pretendientes a su mano con dotes apetecibles, a los que desechaba uno tras otro, hasta que conoció a Don Diego. Elegante, hirsuto, con su barba pequeña en forma de herradura, Don Diego le relató apenas algunas de las historias de los trópicos descubiertos por su tío, Don Cristóbal Colón, y desde ese momento ella se enamoró de Don Diego, o quién sabe si de una vida que no conocía y que empezó a desear de forma desesperada. Ahora el mismo Don Diego, que pidió su mano en un matrimonio por conveniencia y que por la misma razón fue aceptado, la esperaba en el puerto, en su añorado puerto que él dibujó en su oportunidad mansamente en la arena de una playa del puerto de Cádiz, en el sur español andaluz y que definió desde entonces como un agradable atracadero.

Desde entonces habían pasado ya dos años de silencios y de inquietante espera, con apenas algunas cartas que anticipaban este viaje definitivo. En ese tiempo, Doña María de Toledo había ideado su futuro de manera febril, en medio del silencio más hermético. Y así fue. “El silencio se instaló dentro de su castillo, dentro de su alcoba, y supo entonces que era muy difícil hacerlo salir. Recordaba que cuanto más importante era algo, más parecía que quería callarlo, como si se tratara de materia congelada, cada vez más ruda y maciza; sin embargo, su vida contradictoria y afectiva, había continuado por debajo, como las aguas subterráneas, sólo que como se sabe, no siempre se las podía escuchar.

Era un silencio que parecía cada vez mayor, ante cada día de espera y todo silencio está hecho de palabras que no se han dicho”. Quizás por eso ella se apoyó tanto en la esperanza de ese viaje, donde se encontraría con su hombre, porqué no decirlo, también con su futuro macho cabrío, en quién reconocería además grandes luces para los negocios y para su sorpresa, también muy diestro en la alcoba. Un hombre con mayúsculas, negociante y en su hamaca. Era necesario llegar a ese puerto, a esta isla del Caribe, para que su marido protector expresara todo ese silencio que le invadía en su cuerpo y en su espíritu y le arrebatara toda la tristeza de mujer que contenía para hacerlo cantar. Comenzaría ahora la mejor parte de su vida, sin la cual su vida señorial quedaría inconclusa, y ello consistía en tanto que regente de toda la isla, en plasmar el Poder del buen gusto en todas sus formas en medio de un trópico exuberante, en la Ciudad Colonial de Santo Domingo. al mismo tiempo de ser madre de cinco hijos.
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