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El gran sismo de 1946 en el Cibao

Por Antonio Sánchez Hernández
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antonioasanchezhgmailcom/16/16/22
http://antoniosanchezhernandez.com/
miércoles 10 de octubre de 2018, 23:00h
“Para mí, uno solo tenía derecho a morir cuando tenía una buena historia que contar. Entrar, contar la historia y desaparecer”. L.F.Celine.




Todos los paraísos son interiores y nadie se parece a nadie. Si es difícil vivir, es aún más penoso relatar nuestra vida. Se ha dicho, no sin razón, que la vida de cada persona es irrepetible. De ser cierto, que lo es, habría tantas vidas diferentes en el mundo como personas que lo habitan. Y si se rastrean las memorias individuales, habría más de siete mil millones de posibilidades para encontrar personajes en todo el mundo, con una pequeña limitación: no tenemos conciencia de ello. Y cuando somos conscientes de ello, falta el instrumento de la palabra para escribir el cuento.

Las palabras traicionan el pensamiento y las palabras escritas todavía más. Traducir un sismo tan violento en palabras como parte de una infancia, la de Joselito, es un intento demasiado arduo, casi vano, pues son tantos los recuerdos imprecisos, que seríamos ingratamente parciales a favor de unos en detrimento de otros recuerdos lúcidos. Y sin embargo, reconocerlo no nos mueve un centímetro.

Ser irrepetibles, benditos sean los apóstoles, es una gran limitación y hace más penoso el relato de cada vida. Ser irrepetibles es apenas el comienzo de una infancia, una aventura a ser reconstruida, entre los recuerdos establecidos- aquellos que te persiguen día y noche- y aquellos otros por establecer, porque sus fronteras son difusas, son todavía ficciones lejanas y casi siempre irreales, no ficciones cercanas, reales y tangibles, como sucede con los recuerdos establecidos.

En cualquiera de los casos, relatar sobre este sismo tan poderoso de 8,4 grados es lo mismo que un parto, algo más que un delirio, persiguiendo y atrapando tus propios fantasmas interiores, eso que llamamos un paraíso propio, infantil, que se reflejará y se modelará más tarde en tu carácter. ¡El carácter, ese sello personal, realidad y ficción, que en última instancia es más permanente y más fuerte que las cambiantes ideas, más práctica concreta que la propia inteligencia! ¡El carácter es más fuerte que la propia inteligencia! Es energía pura, pasada ya por el tamiz de las personas y de las mismas cosas.

Que se sepa, este paraíso perdido, interior, de la infancia de Joselito, le sucedió con solo cuatro años de edad, sentado junto al miedo, sobre un piso de cerámica roja, justo al lado de una mesa grande de pino con ocho sillas forradas de guano, en medio de una gran terraza, con sus paredes de blanco con verde, colindante con un amplio patio sembrado de árboles frutales, irremisiblemente grande para la mirada de un niño de esa edad. En sus ojos de infante, Joselito recuerda un patio de gran tamaño, sembrado con una mata de limones agrios, una mata de guayabas y otra de aguacates, justo al lado de la terraza donde estaba sentado, jugando, y de repente escuchó una especie de ruido sordo, que venía del centro de la tierra, de lo más profundo del subsuelo.

Al principio era un ruido apagado, que venía subiendo lentamente, buscando la terraza de sus primeros juegos, y que explotó en medio del patio estremeciendo toda la casa. Joselito recuerda perfectamente como si fuese hoy el rostro de su madre que salió huyendo desde las habitaciones y vino a su rescate, con el rostro descompuesto por el terror, con una mirada perdida en el tiempo y un largo grito, implorando perdón a Dios, por no se sabe cual culpa cometida:
  • ¡Ay diosito mío! No permitas que se caiga la casa. –

Joselito recuerda aún aquel bombillo que colgaba de un alambre, justamente sobre la mesa del comedor, que ahora pendulará de un extremo a otro sobre aquella terraza verde y blanca, por la extraña fuerza del movimiento telúrico, cuyo ruido era cada vez menos apagado, y a mi madre asustada, gritando a todo pulmón, implorando a la divina providencia, a todos los santos, que lo atrapó en sus brazos, que prácticamente lo arrancó del suelo, desde donde miraba como caían los frutos de los árboles: limones, aguacates, guayabas verdes y maduras, y un viento seco que se puso lívido, al igual que los gritos histéricos del vecino que gritaba como un loco: “ay diablos, nos jodimos”.

Por primera vez, a los cuatro años, en la ciudad de la Vega, en la calle Duarte No. 6, supo Joselito lo que era un temblor de 8,4 grados, algo que sentiría nueva vez en la capital de Méjico, en edad muy adulta.

La casa construida sobre bloques de cemento, con mucha madera, y con techo de zinc, resistió milagrosamente el embate del terremoto, en medio del trasiego de los muebles que cambiaron de posición más de una vez, en los escasos cincuenta segundos que había durado el violento sismo.
  • “Ese día supe por primera vez que había algo llamado miedo, que mi vida sería una suerte de pesadilla, cuyos límites estarían bordeados por la inseguridad. Lo que no tenía claro todavía en agosto de 1946, era que había nacido en medio de una feroz dictadura, donde a Pablo Neruda no se lo enseñaba en las escuelas públicas porque era comunista, donde todo el mundo se metía la lengua en lo más profundo de sus mas íntimos cimientos con tal de no enfrentar al Jefe, y si podía, por la razón que fuera, era prolijo para adularlo. Una sociedad de aduladores gratuitos, por puro miedo, por pura inseguridad. Joselito se crió con los Trujillo en la cabeza, en medio de muchos aduladores, y su formación trujillista era rematada con dos plaquitas de bronce en la sala de su casa que decían: “Dios y Trujillo” y “En esta casa Trujillo es el Jefe”. Esta segunda placa no gustaba para nada a Ismael, el patriarca de la casa, pero en boca cerrada no entran moscas.

El terremoto había partido la calle Duarte, recién asfaltada, en dos porciones, por el mismo medio, como si persiguiera a alguien en plena calle. Un gran hueco era visible frente a nuestra casa, el terremoto nos pasó zumbando, cerca, muy cerca, y mis padres, temerosos, habían decidido sacarnos a los siete hijos de la casa e ir donde un familiar, un tío poeta, Alcedo, que con la fantasía de su palabra, nos ayudara a huir, como si huyéramos de nosotros mismos, por instinto de conservación del sitio devastado.
  • “Lo que no tenía claro todavía, en agosto de 1946 en medio del sismo, a la edad de cuatro años, era que había nacido en medio de una feroz dictadura, un terremoto mayor, de todos los días, que me mostraría años más tarde, palabra por palabra, su propia verdad: que iba a necesitar de iglesias, poetas, artistas, Estados y políticos, para poder encontrar refugio a una verdad social, supuestamente pura, impuesta por las circunstancias sociales, las que fueran, no importa cuales, que en el fondo resultó una total mentira, pues más allá de lo real no venía de mi paraíso interior, el único verdadero, nos dice jactanciosamente Joselito. “Mierda para Él”. Que así fue que nos trató a todos: como retardados y cobardes”-

Sabíamos que volveríamos a la casa, seguramente en la nochecita, pero la salida era obligada: pasar el resto de la tarde donde los tíos Luz y Alcedo, pues el sismo fue como a las dos de la tarde, y la calma no llegaría a configurarse más que horas después, en horas de la tarde, compartiendo el susto del sismo en familia. El tío Alcedo era un buen poeta. Nos recibió en la puerta de su casa con las siguientes palabras, muy elegantes:
  • “los sismos repiten, pero son réplicas menores, hasta que se hermanan las placas tectónicas y la calma se recupera”-

Palabras mágicas: en su cabeza lo peor había pasado. Era cierto. Una hora después del terremoto, cuando ya nada sucedía, todo el mundo lo comentaba en las aceras y Alcedo, con la palabra mágica del poeta nos comenzaba a deleitar con sus ficciones:
  • “Generalmente, la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar en donde van a dormir, con las manos vacías, desnudos, y se encuentran, cuando llega el día del gran despertar, como niños que nada saben de su ayer y de su hoy” –

Eso es cierto si no hay un sismo tan fuerte por el medio. Un sismo se asocia a cualquier cosa cuando pasa desapercibido, pero si impacta muy de cerca, es como la imagen de un pájaro venido de no se sabe dónde, y que parte en dirección desconocida, un buen símbolo del inexplicable y corto paso del hombre sobre la tierra. El que siente de cerca el rugido y el impacto de un sismo de ese tamaño sabe “que no hay pasado ni hay futuro, tan solo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado en el breve minuto que sucede; así ocurre con la efímera vida de los hombres, pues ignoramos lo que le precede y lo que vendrá después”…

El tío Alcedo, ya filosofaba en firme sobre el terremoto que acababa de producirse:
  • “Amé primero mis sueños, pues no conocía otra cosa. Luego amé a mi familia, que es cuando lo pienso, como si me amase a sí mismo, y a los amigos que venían cargados de tanta belleza, que me hacían sentir humillado y feliz. Finalmente amé a una mujer. Murieron mis padres; mis amigos, mis amados se fueron: unos me dejaron para vivir Y los otros quizás me traicionaron con el sepulcro. De los que me quedan dudo; y aunque mis sospechas pueden que no estén justificadas, sufro tanto como si lo estuvieran, ya que dentro de nuestro espíritu es donde todo sucede. La mujer a quién amaba se marchó también de este mundo, al igual que una extranjera, venida del oriente, cuando se percató de que se había confundido y que su casa estaba en otro lugar. Entonces volví a amar a mi actual mujer, únicamente a mis sueños porque ya no me quedaba nada más. Pero los sueños también me han traicionado y ahora estoy solo. Desde entonces he amado porque no soy capaz de soportar la soledad y es por la misma razón que aún le tengo miedo a la muerte.
  • “imagínense el susto que acabo de pasar con este sismo, tan joven como estoy todavía, lleno de vida, pensando con que moriría, con el remordimiento cruel de lo no realizado” –

Mi padre que tenía el inteligente don de escucharle, que le observaba, sonreía, atentamente sonreía, y simplemente le dijo:”compadre, nadie se muere en la víspera y menos usted, dueño de tanta labia. Si se hubiese muerto, y precisamente del susto, no lo creería nadie, porque en esta tierra nadie se muere de espanto, pero en este caso San Pedro lo tuviera ya como Secretario”.

Joselito recuerda que estábamos sentados en una pequeña terraza en casa de los tíos. Apareció primero un café, luego el tradicional juego de dominó, más tarde la mesa pequeña donde se colocaron las fichas y prontamente los jugadores en pareja. El dominó no es solo un juego de manos, sino de posibilidades, de infinitas posibilidades. Diez millones de posibilidades desde el momento en que se inicia la partida.

“Todo puede adivinarse en esas manos mansas y activas, en su manera de esperar, de barajar las fichas, de cogerlas, de contraerse. Un buen jugador de dominó aprende muy pronto a dominar su rostro:

Todos, del cuello para arriba, llevan la máscara de la impasibilidad. Dominan y borran las arrugas que se forman en torno de su boca y que podrían delatar el juego; moderan la excitación apretando constantemente los dientes o riendo a carcajadas, imprimiendo al semblante una fingida indiferencia, que por momentos es aristocrática frialdad. Un buen jugador de dominó usa la mano como instrumento, por ello se olvida de ellas, intentando disimularlas con bocas sonrientes y miradas aparentemente tranquilas”.

Mi padre Ismael que era un buen jugador, decía que el dominó es como el álgebra, sentido de la incógnita, matemáticamente un juego con diez millones de alternativas, expresión que comprendí solo mucho más tarde, sobre todo cuando se daba el cierre o se increpaba a su frente por no coger las señales evidentes. Solo que el dominó es un juego de niño, un cuento infantil cuando se utiliza para olvidar un sismo. Y ese fue el sentido de esa partida. Se jugó dominó para olvidar un presente telúrico, un sismo. No para botar el golpe, sino para botar el miedo, que es una sensación inolvidable que entra pero no sale, aunque el sitio sea el poblado de La Vega y la edad sea de cuatro años, el primer paraíso interior de un niño.

A Joselito se le veía muy tenso cuando se jugaba esta partida de dominó, sin dudas que el sismo y los gritos de su madre y de los vecinos lo habían sobresaltado visiblemente. Su mamá, Mamá Nea, para calmarlo lo abrazó y le dijo: “criatura ven para acá que te voy a contar un cuento de los taínos”.

Mamá Nea en voz muy baja, susurrando sobre su oído derecho comenzó la historia: “Todas las personas de esta isla han nacido en dos grandes cuevas de una provincia, desde donde fueron distribuidos a los caciques. Al salir de las cuevas, a pescar o a lavarse, los hombres podían ser sorprendidos por el sol, y se transformaban en frutos y aves. Un buen día, un indígena fue a buscar alimentos y no regresó más porque lo sorprendió el sol, y un personaje de nombre Guagugiona irritado por la tardanza, marchó con todas las mujeres, para supuestamente, luego regresar por los maridos, los que nunca más volvieron a ver. Los hombres quedaron muy necesitados de mujeres, atrapando unos seres raros, asexuados y muy resbaladizos, que no tenían sexo. Se buscaron entonces a pájaros carpinteros que con sus picos afilados, modelaron el sexo de estos seres extraños. Y así nacerían las mujeres de los taínos como hechura de los hombres con la ayuda de los pájaros carpinteros. En la cultura taína el hombre hizo a la mujer, la dibujó”…

Joselito, escucha bien esta otra parte del cuento: “El mar, inmenso y azul verdoso, se creó en la cultura taína como consecuencia de una inundación surgida dentro de una calabaza, donde estaban los huesos de niños indígenas. La calabaza por accidente, cayó al suelo, y fue tanta agua que de ella salió que se formó el mar. Y solo entonces el sol y la luna salieron de una cueva en las tierras de un cacique para que el mar no viviera en solitario.

Y escucha bien esta parte mi hijo para que veas que los taínos tenían ficción cotidiana: “a los taínos cuando morían le gustaba que los enterraran cabeza abajo, en posición fetal, y que luego los huesos fueran conservados en una cesta al aire libre, junto a los huesos de su cacique y de las otras mujeres que le hayan pertenecido, cubiertos en tejido de algodón, en dirección este-oeste, como es nuestra tradición”. Los taínos eran polígamos y vamos siempre en dirección este-oeste.

Al llegar a este punto Joselito dio la primera muestra de que ya empezaba a gotear como un mango banilejo. Se le estaba yendo el susto del sismo. Sueño mata sismo, decía su Madre.

Joselito, escucha esta última parte de la historia: “El behique predicaba ayer, y su palabra es deseo de Dios, que vendrán muchas generaciones detrás de la mía. Solo entonces podremos hacer un árbol familiar de todos nosotros y serán nuestros herederos, descendientes muy lejanos, los tatatatatatatatatatata- tatataranietos, 16 generaciones después de 30 años cada una, los que pensarán realmente en nosotros y reconstruirán esta historia taína y mía, que ya escrita es cultura autóctona. Es interesante que cuando Mamá Nea habla y habla a Joselito, durante un rato quiere hacer creer que se encuentra delante de la mismísima reina Mencía de hace 16 generaciones y utiliza el” nosotros”, cuando se refiere a los taínos y “ellos” cuando habla de los españoles. En una palabra, le dramatiza el cuento. Sin embargo, cuando recuerda que esta generación 16ava. desciende también de otros dos no taínos, los españoles y los negros, altera su rostro y asegura: “Sí, sí, sí, pero hay momentos en que la sangre taína hala más. Y este es el momento de decirlo, para cuando esto suceda”.

Llegado a este punto Joselito dormía como un lirón. Realmente, sueño mata sismo y nada mejor que un cuento taíno para dormir a Joselito. Ahí, en brazos de su madre soñó con su onceava tripleta de su infancia: taíno-español-negro y se durmió profundamente.




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