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Cuento

Cena de Família de Adolfo Augusto Pinto, 1891
José Ferraz de Almeida Júnior: Cena de Família de Adolfo Augusto Pinto, 1891 (Óleo sobre tela 106x 137 cm) São Paulo, Pinacoteca de Estado de São Paulo.
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Cena de Família de Adolfo Augusto Pinto, 1891 José Ferraz de Almeida Júnior: Cena de Família de Adolfo Augusto Pinto, 1891 (Óleo sobre tela 106x 137 cm) São Paulo, Pinacoteca de Estado de São Paulo.

"El artículo del martes"

Por Rosalinda Alfau Ascuasiati
La casa de los Giráldez estaba construida sobre un barranco. El frente se situaba a ras de tierra, pero por detrás el terreno se deslizaba hacia abajo. Desde las ventanas traseras del comedor, se divisaban techos de muchas viviendas, de cuyos patios se elevaban quiquiriquíes que a esas horas despertaban la mañana.
En el interior de la casa, el cucú del comedor salió y entró por sexta vez. Eran las seis de la madrugada y Don Rodrigo Giráldez se encontraba sentado en su escritorio frente a su Olivetti. Con los dos dedos índices, maniobraba rápido las teclas. El golpeteo de los martillos al pulsear las teclas y el “riac” “riac” repetido cambiando de línea, recordaba a todos en su casa, que era lunes. Don Rodrigo se había levantado temprano a mecanografiar su artículo para el periódico que debía entregar antes de las cuatro de la tarde si quería verlo publicado al otro día.

Como de costumbre, Don Rodrigo terminó de redactar su texto el sábado. El domingo, luego de haberlo perfilado, le entregó las dos hojas de papel a doña Catarina, su esposa, para que se enterara de lo que había escrito. Hizo lo mismo con Alejo, Anselmo y Adalgisa, sus hijos. Además ese día, recostado en su tumbona, detuvo a quien le pasó cerca y le leyó de nuevo su trabajo. De pie en cualquier sitio de la casa, en cada ocasión que se los tropezó, volvió a leérselo como si declamara.

De haber podido, se lo hubiera leído también a don Alfredo, el vecino. Sultán el perro pareció igualmente de la partida; siguió por todas partes a don Rodrigo y cuando, emocionado, el orador elevaba demasiado la voz, el can le ladraba y agitaba la cola. Si en algún momento doña Catalina o uno de sus hijos pidió alguna aclaración, gustoso, él abundaba en el tópico; por el contrario, si alguien le sugería cambiar una palabra o una frase, le dirigía una hermosa sonrisa y no modificaba nada. Entonces ¿para qué darlo a leer? _refunfuñaba Adalgisa.

Con formalidad pues, a las ocho de la mañana de ese lunes, el Sr. Giráldez había finalizado de pasar a máquina su escrito. De un jalón, liberó el original, el papel carbón y la copia que abrazaban al rodillo. Ajustó los espejuelos de concha oscura encima del par de patillas grises, y mientras frotaba las hebras de su espeso y cuidado bigote, circunspecto, leyó por última vez su artículo. Doña Simona Ortiz, encargada de la columna, no aceptaba un original con tachón, ni palabra escrita a mano. Ya le había rechazado uno, cuando él agregó algo con tinta en el margen. "Una computadora le simplificaría la vida Sr. Giráldez" —le aconsejaba ella. Pero él se sentía bien con su Olivetti destartalada que había perdido su armazón hacía tiempo. El mecanismo se trababa a menudo cuando sus tipos torcidos se entrelazaban y él desencallaba, con golpe resuelto y ágil, los hierros al desnudo sin detener el tecleo un segundo.

Para cualquier otro, esa máquina mecánica hubiera descansado en un desván; para don Rodrigo Giráldez, era una fiel aliada y no era reemplazable. En ella redactaba sus informes de trabajo, sus artículos para la prensa y, toda la vida, pasó en limpio las composiciones de sus hijos para la escuela. Así desde siempre, chequeó y corrigió la ortografía y redacción de su prole, aunque no le gustara a ninguno, en particular a Adalgisa, la más respingona. “La profesora creerá que me hicieron la tarea, esas no son palabras de una niña de diez años” —le dijo ella una vez. Él le entregaba el trabajo pasado a máquina justo al despedirla en las mañanas, e imaginaba la cara de su hija leyendo las modificaciones que él había considerado pertinentes. Lo hacía por su bien y permanecía estoico cuando, enojada, ella le pedía cuentas al volver.

En fin, ese lunes después del desayuno, don Rodrigo, vestido con su traje de lino blanco y zapatos de felpa color perla, salió muy satisfecho para su oficina. En su maletín, llevaba su artículo, listo para ser publicado en la prensa al día siguiente. Exactamente a las dos de la tarde, en el volante de su auto, Rodrigo Giráldez se abrió paso entre la batahola de carros que estacionaban en el parqueo del periódico. Después que Doña Simona verificó su entrega y la validó conforme para su publicación, él regresó a su casa a esperar el martes.

Al otro día, bien de madrugada, Don Rodrigo se fue al puesto de periódicos más cercano y compró seis ejemplares. Antes de irse a su trabajo, retornó a la casa a distribuirlos a su familia, uno para cada uno y el sexto para su archivo. Durante dos días completos, invariablemente, inquirió: “¿lo leíste?”, ¿lo leíste?”. “¿Para qué leer algo que conocemos de memoria?”. Él conocía bien la réplica, pero el tema de su trabajo publicado invadía su cabeza. Rodrigo Giráldez repitió la pregunta el martes, el miércoles… Y solo el jueves cesó.

Recién entonces se ponía a pensar en el texto de la semana siguiente. Habiéndolo concluido el sábado, el domingo volvía el ajetreo de su lectura a todos, en su tumbona, y por toda la casa.


París, agosto 2012
'El artículo del martes'
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