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New York, el abuelo sin tiempo en los países

Por Antonio Sánchez Hernández
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martes 19 de junio de 2018, 15:00h
“Podemos cambiar, ser piedras o astros, si conocemos la palabra justa que abre las puertas de la analogía”. Octavio Paz

Hace cincuenta y siete años que emigró el abuelo, conoció la nieve, la vió caer del cielo en forma de copos blancos, como motas de algodón. Ese día que tuvo su primer contacto con un copo de nieve, supo que el agua helada podía pasar de cero a menos cinco grados Celsius, congelarse y brillar de manera especial y luminosa sobre las ramas secas de los árboles del pequeño parque contiguo, al contacto con el sol.

El aire se había detenido, inmóvil, cuando él sintió por primera vez esos copos de nieve sobre su cuerpo y pensó en la eterna juventud. Respiró profundo y supo en ese instante, que un mundo nuevo se habría para él. Y cada día se transformó en una semana, una semana en un mes, un mes en un año, un año en la edad que lleva a cuestas. El tiempo pasó lentamente, el inexorable calendario lo hizo abuelo, envejeció y junto al tiempo envejecieron también los copos de nieve que tanto le gustaban, la 175 Street donde vivía en el Alto Manhattan, entonces un barrio de judíos, al igual que su bloque de apartamentos, cerca de la parroquia de San Nicolás.
  • Recuerda el buen día que su hijo lo convenció de que en el fértil campo cibaeño no tenía mucho futuro. Cosechas iban y venían y su condición económica apenas mejoraba, salvo que tenía más hijos a quién querer, y cambió su campo de dieciocho tonalidades de verdes, por la urbe de hormigón armado, con puentes inmensos y la Estatua de la Libertad.

Día a día pasaron sus años de emigrante, trabajando dos y a veces tres tandas al día, durmiendo apenas lo imprescindible, laborando desde el alba hasta el crepúsculo, y progresó. Ahora ya viejo, retirado del duro trabajo de la factoría, disfruta el tiempo que le queda por vivir, amarrado a esa cultura del hielo que aprendió a dominar, con unas buenas botas para sus pies y una gruesa bufanda alrededor de su cuello. Aún recuerda la nieve que tantas veces tuvo que palear frente a su apartamento, muy temprano de la madrugada cuando todo el vecindario aún dormía.

Cuando se lo recuerdo, como nieto, me responde:
  • Con frío se trabaja mejor, la sangre circula libremente, pero para que nos entendamos, mi querido nieto, la vida es lo más valioso, y dentro de ella la salud, pues todo comienza y todo termina.

Los hombres definitivamente se dividen en dos: los que son saludables y los que no lo son. Quien dice vida dice tiempo que queda por vivir razonablemente bien. Ese es el bien más valioso y, por hacerse cada vez más escaso, su valor aumenta con la edad. Mi hijo me convenció un buen día de vivir en New York con estas palabras:

“Viejo, es usted un campesino fuerte como un roble, con la salud que Usted dispone, cuarenta años es una buena edad para comenzar una vida nueva en los países”-

De que tenía cuarenta años era falso. Uno tiene los años que le quedan de vida. Esos cuarenta años ya los había gastado, al igual que los pesos que me comí, viviendo en el campo de Sabana Iglesia. Mi única pregunta fue la siguiente: ¿Hay parroquias en New York? Porque sólo si existe una parroquia cerca del lugar donde viviré, aceptaré la residencia americana. Yo creía entonces que los gringos, rubios y colorados, eran todos ateos. Y mi hijo, ya residente, se tuvo que mudar cerca de la parroquia de San Nicolás, allá en el Alto Manhattan, cuando apenas comenzaban a llegar dominicanos a New York y Manhattan era todavía un barrio de judíos, a finales de los años cincuenta…

El abuelo Lisandro, erecto todavía como un roble antiguo, ya cumplió ampliamente los noventa años, aunque no los aparenta por ninguna parte. El dice que no es verdad, que su edad verdadera son cinco o diez años de edad, que son los que le quedan de vida. Siempre repite que el tiempo es una relación entre sucesos. Adoptó el proverbio americano de que “time its money” y se dedicó a hacer “tiempo”, a ahorrar para el futuro, en una alcancía de madera que el mismo construyó y que llevaba al banco cada mes, práctica que descontinuó solo cuando aparecieron las tarjetas plásticas…

Escucha las palabras memorables de su nieto que lo consiente:
  • “Abuelo, las memorias de los hombres se parece a esos viajeros cansados que a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encuentran cuando llega el día del gran despertar, como niños que nada saben de su ayer”.

En carta reciente, mi padre me decía: “el abuelo ha trabajado duro, todo lo que tiene se lo ganó a pulso, por eso merece un sueño tranquilo, pero es patológicamente un desadaptado. Aunque suene muy cristiano, es una lástima que al abuelo le falte tan evidentemente el sentido de la resignación.

Ya no se adapta bien a Santo Domingo, le molesta nuestro calor demasiado húmedo, la ropa de algodón se le pega al cuerpo, pero ahora tampoco se adapta al clima frío de New York, sobre todo a la vida anónima de esa gran urbe. Sobre todo le da escalofrío la caída vertical de las Torres Gemelas. Cierto, le gusta mucho la comida americana, pero fuera de eso, jubilarse lo marcó para siempre.

Ahora bien, es un hombre con mucho carácter, inteligente, aunque no pasó del cuarto grado de primaria. Cuando llegó a New York se inventó a sí mismo, diciendo que salir de su campo lo convertía en un ciudadano del mundo, un ciudadano de ninguna parte. Que su verdadero lugar de nacimiento serían aquellos lugares, donde comenzara a ver la vida de una manera inteligente. ¿Es que acaso se puede afirmar que la inteligencia es algún lugar de nacimiento? Creo que es pura necedad, inteligencia y terquedad de anciano.
  • Sorpresivamente el abuelo me interrumpe en mi lectura y exclama: Escucha, tu padre estudió ingeniería en la universidad de New York. Yo apenas estudié algunos cursos de primaria, en el campo de Sabana Iglesia, en aquellos huertos hostosianos que hacían hombres a los niños, donde nos educaban en el respeto al entorno de los ríos cristalinos y de los bosques.

Sin embargo, ¿porqué tu padre, todo un ingeniero, no mide el tiempo como una relación entre sucesos? Es elemental. Lo que a uno le sucede para bien, lo inscribe en el tiempo, y olvida lo desagradable. Si eso es terquedad pues soy terco. Lo reitero: aquel que no construye su porvenir no tiene fecha de nacimiento. ¡Tanto en New York como en Sabana Iglesia cada quién se rasca con su propio palo!...

Te voy a contar una historia. Alguien le preguntó al sabio Galileo, ya viejo, cegatón y bajo arresto domiciliario, cuantos años tenía. El gran sabio habría respondido:”No lo sé a ciencia cierta. ¿Cinco, diez? Su interlocutor le habría dicho: “Pero ¿Qué dice, maestro? Usted no es un niño. A lo que Galileo habría contestado: tengo los años que me quedan de vida. Los otros ya los gasté”.
  • No me queda más que sonreír. Aspiro a pleno pulmón. Desde el balcón de mi apartamento, el aire santiaguense dominicano me estimula de un modo sorprendente: como cambio de aires, puede Santiago ofrecer momentos maravillosos durante horas enteras. Basta con poner la mano sobre el teléfono, para llamar o recibir llamadas de ministerios, periódicos, comisiones, agrupaciones, partidos políticos y amigos y la vida sale adelante. En cambio en New York, no conoces a casi nadie, a nadie le importas y se vive en una soledad que espanta…Es una ciudad para vivir escondido: eres libre de estar solo o poco acompañado, lo cual es ya un viaje a la muchedumbre”…
  • Abuelo, esa soledad y ese frío newyorkino me provocan reumatismo. Sé que usted aprovechó muy bien su tiempo en New York. No sólo trabajó duro, sino que siempre iba acompañado de un libro, leyendo de manera infatigable en el metro y otros medios de transporte, y que las horas libres en su apartamento, las dedicó febrilmente a la lectura sobre los diversos problemas de su isla fascinante. Sus libros sobre Santo Domingo son realmente numerosos. Las personas emigrantes trabajan allá como burros y regresan exhaustas a la casa a ver televisión. Usted no. Usted adquirió una cultura casi enciclopédica en los transportes newyorkinos, por decirlo de algún modo-.
  • Es cierto. Me pasé cuarenta años leyendo todos los días, sobre temas dominicanos, aprovechando las horas en que me transportaba de un trabajo a otro. Adquirí, vale decirlo, una formación muy definida, autodidacta, sobre nuestro inestudiado país y nuestra realidad pasada y presente. Fui un discípulo directo de Hostos, y gracias a este educador tan descollante, terminé siendo un insaciable lector.

Olvídese abuelo, en República Dominicana la vida no es tan atropellada como en New York, hay más tiempo para el cafecito, para hechar una siestecita después de la comida. A propósito de una buena siesta, ¿Usted se enteró que en toda Europa la siesta terminó convirtiéndose en un ritual apetecible en pleno siglo XX1? ¡Que viva la reina Anacaona! El domingo es soleado. El abuelo está de buen ánimo, trato de convencerlo de que aquí, en la provincia, se vive más tranquilo que en New York, la capital del mundo, que vuelva, que se radique en el país, y que me gustan mucho sus conversaciones. Ya está pensionado y es ciudadano americano. No en vano se pasó cuatro décadas trabajando duro en las factorías, haciendo horas extras, ahorrando y leyendo. Domina perfectamente el idioma inglés y es muy buen conversador en su idioma natal-.
  • Mi hijo, “demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman, nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. Aún estás sentado en ese sillón, y crees estar todavía aquí, pero tu ser vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente comprendo que todo esto no es más que una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe, apenas el presente. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación es tan vana como él. No hay pasado ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado, por el que avanzamos todos”.

A mi edad los viejos se dividen en dos: los viejos simpáticos y los viejos sin gracia. La diferencia entre unos y otros es apenas tener un ahorro para no pesarle a nadie, ni a los hijos ni a los nietos, ni a la mujer. Para ser un viejo simpático me pasé media vida trabajando de factoría en factoría, pegando botones o vistiendo muñecos; tengo un P.H.D. en horas extras. Ahora lo disfruto…
  • Abuelo, permítame que termine de leer la carta de mi padre y luego nos vamos a la misa de las nueve. Después podemos irnos de pasada al jardín botánico. O si lo desea nos vamos a la playa, a Sosúa o Cabarete, a comer yaniqueques con pescado fresco, que tanto le gustan…
  • Perfecto. Pero antes, te voy confesar tres cosas. La primera es que alguien escribió en algún sitio que el peor crimen era la falta de imaginación: “el ser humano no se compadece de aquellos males de los que no tiene experiencia directa, ni de aquellos a los que el mismo no ha asistido; quizás por ello los humanos, siempre imperfectos se emparejan para complementarse, aunque las cosas puramente bellas son solitarias”. Ahí radica la belleza de las ciudades grandes y anónimas. Bellas y solitarias. “Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser indulgente con aquellos a quienes pensamos abandonar. Sólo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado”.

La segunda confesión es que el sol de nuestras playas pega muy fuerte, particularmente el de Boca Chica. En ese ambiente turístico tan de moda hay tantos italianos emigrantes de tercera categoría, que es mejor olvidarse de ella: es una superficie agitada que no refleja nada, más que la parte hermosamente pervertida. Y se trata para el bañista de alcanzar el máximo de atención imposible sin un máximo de serenidad.

En ese sentido el yoga puede ayudar a mucha gente en esa playa. La tercera confesión que quiero expresar, como abuelo, es que “los países y personas mueren jóvenes, o bien su desarrollo se detiene cuando aún son jóvenes: todo lo que sigue a su breve período de vigor pertenece al campo de la resurrección o de la supervivencia. España, por ejemplo, jamás llegó a recuperarse de los dolores que sus aventuras imperiales le proporcionaron, ni del oro fácil del Nuevo Mundo, ni tampoco de la sangre que ella misma se infligió al expulsar de sus venas las últimas gotas de sangre judía o mora.”

Algo semejante está sucediendo con las iglesias americanas. Fíjate que estoy hablando de un país de extranjeros, de puros inmigrantes, construido sobre una base completamente religiosa, y que ya es mi segunda patria. En New York aprendí que los católicos me ponían nervioso porque juegan sucio abusando del perdón que concede la eucaristía.
  • ¿No me diga?-, ¿Y los protestantes, acaso no son peores?-
  • Son diferentes, no te niego que también me irritan con el manoseo de sus conciencias. Que si esto se puede, que si esto no se puede: en el fondo son algo fastidiosos…
  • Abuelo, imagino entonces cual será su opinión sobre los ateos-
  • Se explotó de la risa. Bueno, me aburren y me divierten también porque siempre hablan en contra de Dios, no paran de hablar de lo mismo, hasta que se enferman de verdad: el miedo a la muerte los coloca en la órbita divina. Y agrega: debes entender que estas confesiones me privan de reposo: tal vez sea mi edad, mi incapacidad de limitarme, o mejor dicho, de concentrarme.

Ya estoy muy viejo. Cuando intento recapitular sobre los períodos de mi vida como hombre, caigo en la caricatura. Lo que me sale mejor es la descripción de mis absurdos cotidianos: pasé de campesino casi analfabeto de una isla del Caribe a un lector autodidacta y experto en horas extras en las factorías gringas. Observo, sumo las observaciones, las potencio y saco de ella las raíz cuadrada pero con un exponente distinto a aquel que había potenciado.

Lo único que te puedo asegurar es que no me arrepiento de ningún modo haber vivido esos últimos cuarenta años en la gran manzana. Aunque muy en el fondo, sido siendo aquel campesino que salió del Cibao, sólo que el trabajo de las factorías y la edad me han cambiado; cualquiera comienza a divariar, cuando sabes que te quedan cinco o diez años de vida, a menos que uno esté muy bien preparado para la idea de la muerte, que sepa que hay que morirse y saber hacerlo con gracia.


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