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El recio carácter de la abuela Elvira

Por Antonio Sánchez Hernández
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antonioasanchezhgmailcom/16/16/22
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martes 24 de abril de 2018, 05:57h
La paciencia lo es todo: entre usted y examine las profundidades de que brota su vida. En su manantial encontrará la respuesta a la pregunta si debe crear. Todo es gestar y luego parir: en la comprensión como en la creación. Rainer María Rilke.

Elvira Rodríguez Fernández era lo que se dice una mujer de mucho carácter, una campesina con don de mando. Descendiente de dos apellidos cibaeños ilustres y valientes, donde el carácter era tan fuerte como la inteligencia: por un lado estaba el tronco de la familia Rodríguez, los familiares de Juancito Rodríguez, hacendado y hombre de valor probado, y por el otro lado estaba la familia Fernández: resulta que doña Elvira era además, prima hermana del general Ludovino Fernández, uno de los hombres de confianza de Trujillo en el Cibao.

Por eso es que tengo que hablar sobre mi abuela Elvira. Casó con Lisandro Hernández Núñez, vegano, un hombre de trabajo, proveedor encomiable, buen protector de su familia y de su mujer. Se casaron en 1893, en el gobierno de Lilís. Tuvieron 11 hijos. Soplaba entonces sobre el país un pesado ambiente de mano dura.
  • Desde que nos vimos por primera vez, desde que nos miramos fijamente, supimos que nuestro destino era formar familia. A los quince días de ese primer encuentro la pedí en matrimonio y fui aceptado. Puse como fortuna un pelo de mi bigote. No se sorprenda, pero entonces un pelo del bigote tenía tanto valor como don dinero. Por eso, cuando se me preguntó dónde y cómo viviríamos, solo juré hacerla feliz y la garantía que puse fue un pelo de mi bigote que me arranqué delante de todo el mundo. Con eso fue suficiente. Tuvimos once hijos, una familia numerosa, como era costumbre de esa época.

Nos cuenta Julio Amable González Hernández, genealogista: “Es conocido en nuestra historia que el Rey Felipe III de España ordenó a principios del siglo XVII despoblar toda la zona norte y occidental de la isla, concentrando sus habitantes en los alrededores de Santo Domingo. Por tal razón, las ciudades de Bayajá y Yaguana, así como Montecristi y Puerto Plata, fueron destruidas e incendiadas por el Gobernador Osorio, siendo sus habitantes trasladados a las nuevas ciudades creadas para albergar a las familias desalojadas: Bayaguana y Monte Plata.

Los moradores de las cuatro ciudades devastadas no aceptaron gustosos los designios reales. Un reducido grupo optó por emigrar a Cuba, mientras que otros decidieron habitar las frescas sierras del corazón de la isla. Fue así como nació una comunidad, originalmente con el nombre de Las Matas y posteriormente con el nombre de San José de las Matas. Para esa época y por muchos años y siglos, las bases de sustentación fueron los hatos y las haciendas. Ya a fines del siglo XVIII existía el poblado como tal, y en el año 1822 se le convierte en común de Santiago de los Caballeros. Tanto el apellido Hernández como otros entroncados con los Hernández, que encontramos en San José de las Matas y sus alrededores en la segunda mitad del siglo XVIII, figuran entre los apellidos de los habitantes de Bayajá en el 1605, previo a su destrucción. De ser cierta la hipótesis de la procedencia de esas ciudades de los Hernández, Núñez y Rodríguez, que posteriormente encontramos en San José de las Matas, entonces esta familia del Cibao ha habitado esta isla por más de cuatro siglos. En sus cuatro generaciones anteriores y sus entronques con las familias Caba, Núñez, Rodríguez y Fernández, y como producto del matrimonio de Lisandro Hernández Núñez y Elvira Rodríguez Fernández, nacen once hijos, quienes pasan a formar la quinta generación de la familia Hernández. Esta quinta generación nació en su totalidad en las cercanías de La Vega entre 1894 y 1910”.

Esos once hijos fueron todos a la universidad. Resultó que cuando nació el tercero de los hijos, Elvira Rodríguez le dijo a Lisandro Hernández Núñez, su marido, cuando entonces vivían en las frescas montañas del Tireo
Abajo en lo que hoy es la carretera de Constanza:
  • Todos nuestros hijos deben ser bien educados. El primer paso es que compremos una casa en la ciudad de la Vega, donde hay escuelas. Yo viviré con mis tres hijos en esa ciudad y mientras tanto cada mes tú llevarás los alimentos de nuestra pequeña finca del Tireo, de manera que estemos bien abastecidos-

Así comenzó esta historia de una familia vegana, de quinta generación, de once hijos. La abuela Elvira eligió, cual un nadador, que decidida a no dejarse hundir en la pobreza rural, se abandonaría con una suerte de placidez a la succión del agua, y desde un primer momento, tuvo la sensación de abandonarse blandamente hacia una existencia no conformista, con la que muchos se contentaban. Se ocuparía de administrar su pequeña fortuna, su parcela campesina, haciendo una vida social que correspondería a una clase de hijos educados. Ideaba así una felicidad de modelo poco corriente, pero correcta, educativa, en concordancia con una opción familiar novedosa, una felicidad legítima para todos sus hijos, que irían todos a la universidad.

Se dijo para sí-como se comenzaba a decir a principios del siglo XX-, ya con una escuela pública hostosiana, en conversaciones con otras familias veganas, que la mayor parte de nuestra vida sería deliciosa si el futuro o el pasado no proyectaran su sombra de pobreza sobre ellos, y que generalmente no somos desdichados más que por tradición, por recuerdo o por mala anticipación.

Doña Elvira Rodríguez cambió el rumbo de sus once hijos, y con ello de sus nietos y biznietos. Se decía a sí misma: mis hijos serán todos profesionales egresados de la universidad o dueños de un oficio. Mujer de campo, sabía que los ríos, como los caminos, no conducen sino a lugares previstos, acotados en los mapas, y que cada generación ha venido a ser la continuación de la anterior. Pero ella era una mujer de luchas y sentía que había que cambiar el estilo y el fondo en esta quinta generación: hasta ahora en cuatro generaciones anteriores, no había habido más que hombres y mujeres sin educación escolar que dan vueltas dentro de un ruedo infranqueable, en parajes y lugares campestres del que tan sólo rozan la superficie y bajo un cielo educativo de pobreza rural, donde la escuela ha estado ausente.
  • La vida es lo que uno hace de ella- y estoy dispuesta a romper con esta tradición perniciosa.

A partir de entonces, ya con sus once hijos, estudiantes todos, el tiempo estalla: las plantas, los animales, las estaciones florecen y pasan en un instante que se diría medido por una respiración eterna. Llevábamos con nosotros nuestro propio infierno: éramos honrados, trabajadores, honestos, pero incultos. Ahora, con educación y cultura, ni el mismo cielo tenía el poder para evitar cambiar lo suficiente a esta quinta generación familiar.
  • Somos descendientes hasta ahora de cuatro generaciones, con una larga y dilatada historia que comenzó con el traslado forzoso de nuestra primera generación, con las devastaciones de Osorio. Pronto saldremos de esas devastaciones y seremos seres cultos, profesionales universitarios con don de gente. Una luz muy griega bañará nuestra familia, una luz muy vegana bañará con sutileza las cosas: levedad del aire, nitidez del día, moreno en la piel humana, sal incorruptible que nos preservará también de una total disolución como personajes de esta tierra vegana en la quinta generación.

Por fortuna, el catolicismo ha sido el centro de nuestra sociedad colonial, porque de verdad es la fuente de vida que nutre las actividades, las pasiones, las virtudes y hasta los pecados de los siervos y señores, de funcionarios y sacerdotes, de comerciantes y militares. Por la fe católica los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo. Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba encontrar un sitio en la sociedad, un lugar en el Cosmos.

La huída de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena y a los mulatos, en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El catolicismo les hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte. No por simple servilismo o devoción los indígenas llamaban “tatas” a los misioneros y “madre” a la virgen de las Mercedes. Hispanoamérica conoció muchos horrores pero por lo menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, así fuere el último de la escala social, a los hombres que la componían. Había clases, castas, esclavos, siervos, pero no había parias, gente sin condición social determinada o sin estado jurídico, moral o religioso-
  • Recordaré siempre, a título de ejemplo el caso de mi hijo menor, Israel. Era el hijo consentido de mi esposo Lisandro, el nidal, el hijo menor. A los ocho años no le gustaba para nada la escuela del Padre Fantino. Prefería las aguas mansas del río Camú. Recibí la queja del Director de la escuela.
Al principio no supe que hacer. Pero me salió de repente la sangre de los Fernández, que eran militares. Yo era prima hermana del general Ludovino Fernández. Hablé con él, solicitando consejo. Al día siguiente, luego del desayuno lo llevé directamente, no a la escuela sino al destacamento policial. Le ordené al comandante de puesto que lo dejara cuarenta y ocho horas en la cárcel. Pero que no lo maltratara, que yo le llevaría la comida.

Dos días después pasé a buscarlo. Estaba pálido. Le pasé la mano por su cabeza y le pregunté: ¿Te gustó la estadía? ¿Es peor o mejor que la escuela del Padre Fantino?
  • El niño Israel me contestó: prefiero ir a la escuela. Nunca más faltó a ella. Terminó siendo un buen médico. Luego de esa experiencia me empezaron a llamar en la familia la generala, no sé por qué…

En ese ejemplo se miraron todos los otros diez hijos. Ese día infeliz todos comprendieron cual era el plan de vida familiar: estudiar y trabajar con honestidad. La quinta generación de mis once hijos verían siempre con claridad el futuro de nuestras familias: a partir de entonces, sus hijos y sus nietos también serían profesionales de la universidad o dueños de un oficio.

A partir de entonces, cuando mis hijos, llegaron a la edad adolescente y adulta, que es la hora de vivir y trabajar en la literatura, en las ciencias, en las técnicas, el tiempo se hacía atemporal. En ese ámbito nuevo desde entonces hemos vivido del amor y de la memoria. Sobre todo los que como yo viven en la literatura. En ella, el amor y la memoria tienen la virtud de conjugarse.

Eso lo aprendimos en la escuela pública formada por Eugenio María de Hostos, un educador boricua sobresaliente, el fundador de la escuela pública dominicana.

Una vez escuché, en una de sus hermosas conferencias estas palabras pronunciadas por Hostos en la ciudad de la Vega, donde residíamos:
  • “Cuando somos jóvenes, incluso indocumentados, lejos de nuestras fronteras naturales, lo que cuenta es la vida misma, la felicidad de vivir lo que resta de nuestra existencia, sin tiempo, sin límites, de un proyecto de vida a otro sin escalas, de una zona de realización personal a otra, siempre saludables, enérgicos, con la energía propia de una edad larga, llenándonos de esperanzas y de optimismo. En esa edad, cuando somos felices, nuestra fantasía y nuestros instintos tienen toda la fuerza del mundo: en cambio cuando somos infelices, reaccionamos más vivamente con nuestra memoria. Dichoso aquel que ha sido feliz aunque sea una sola vez en la vida, porque si eres feliz contigo mismo siempre conocerás la fuerza del amor, esa gigantesca fuerza telúrica.

El futuro educativo de un país está en la infancia, como lo decía León Tolstoi. Ahí, a partir de ahí, y sólo a partir de ahí, todos los paraísos son interiores”. Cuando escuché estas palabras de este hombre sabio, supe que lo que yo estaba haciendo con mis hijos, si estudiaban lo necesario, era lo correcto. Con la ayuda de Dios, y de este ilustre ciudadano de Puerto Rico, fundador de la escuela pública dominicana, lugar común a cuyas aulas asistían los hijos de los ricos y los hijos de los pobres, mi familia progresó y se organizó para siempre.

Esa conferencia concluyó con las siguientes palabras de Hostos: “ningún sabio ha proclamado que la verdad se aprende; lo que han dicho todos, o casi todos, es que lo único que vale la pena de vivirse es la experiencia de la verdad. Lamentablemente, la mayoría de las veces, la verdad es una pieza difícil para ser organizada. Me refiero a esta escuela pública que estamos formando con tanto sacrificio. El hombre, sobre todo en el Caribe actual de principios del siglo XX, con tantas limitaciones, no es del todo real. No es un ente compacto como la naturaleza y las cosas. La conciencia de sí es su realidad insustancial. De ahí que sus palabras nos parezcan verdades de otro tiempo, ese tiempo en que todo era uno y lo mismo. Cuando menciona el presente, este se evapora. Generalmente, no creen sino en lo que tocan, son ciudadanos pesimistas, aman la realidad concreta, no aman lo suficiente a sus semejantes, desprecian a las ideas y viven fuera de la historia, uno en la plenitud del ser, otro en su más extrema privacidad. Son hijos de las privaciones.

Como es sabido la escuela de Hostos, la escuela pública dominicana, fue desterrada por Trujillo en el año 1953. La cambió por un Concordato. Se fueron cerrando poco a poco las escuelas de artes manuales en los pueblos y también los huertos escolares en las escuelas rurales en todo el país. Cuando eso sucedió, todos mis hijos se habían casado y tenían sus propias familias y yo decidí vivir en la ciudad de Santiago con mi hija Rosa Delia, que era de todas mis hijas, la que mejor cocinaba, en la calle General Cabrera 52.

Doña Marguerite Yourcenar nos da su opinión del tiempo en su magnífica obra Memorias de Adriano:

“Siempre me sorprende que mis contemporáneos, que creen haber conquistado y transformado el espacio, ignoren que la distancia de los siglos puede reducirse a nuestro antojo. Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen, esforzarse en conciliarlas más que en anularla una por medio de la otra; ver en ellas dos facetas diferentes, dos estados sucesivos del mismo hecho, una realidad convincente porque es compleja, humana porque es múltiple. Tratar de leer un texto del siglo II; bañarlo en esa agua madre que son los hechos contemporáneos; separar, si es posible todas las ideas, todos los sentimientos acumulados en estratos sucesivos entre aquellas gentes y nosotros. Servirse, no obstante, pero prudentemente, a título de estudios preparatorios, de las posibilidades de acercamiento o de comprobación, de perspectivas nuevas elaboradas poco a poco por tantos siglos o acontecimientos que nos separan de ese texto, de ese suceso, de ese hombre; utilizarlos en alguna manera como hitos en la ruta de regreso hacia un momento determinado en el tiempo. Deshacerse de las sombras que se llevan con uno mismo, impedir que el vaho de un aliento empañe la superficie del espejo; atender sólo a lo más duradero, a lo más esencial que hay en nosotros, en las emociones de los sentidos o en las operaciones del espíritu, como puntos de contactos con esos hombres que en cuatro generaciones anteriores, que como nosotros, comieron aceitunas, bebieron vino, se embadurnaron los dedos de miel, lucharon contra el viento despiadado y la lluvia enceguecedora y buscaron en el verano la sombra de un plátano y gozaron, pensaron, envejecieron y murieron”.

Nos cuenta Lisandro Hernández Núñez, su esposo.
  • Elvira Rodríguez Fernández era monomaníaca, enclaustrada en una sola idea: que sus once hijos fueran cultos. Ese tipo de personas, tesoneras, abnegadas, me han interesado desde un principio: por eso la pedí como esposa. Elvira era el tipo de mujer obsesiva, que mientras más cerca se halla, más se ubica en su propia trascendencia. Ella sabía que en las cuatro generaciones anteriores de su familia, había cero escolaridad. Quizás por eso era del tipo de persona aparentemente distante del mundo, que se construye, cada cual en su materia y a la manera monomaníaca, como una extraña síntesis del mundo, absolutamente sin igual. Hoy tengo, desde luego, la noción exacta de que aquel estado de ánimo de la abuela Elvira, constituía una forma patológica de sobreexcitación, para lo cual no encuentro otra denominación que esta, hasta hoy ignorada por la medicina: intoxicación por dejar de ser pobre, a través de la educación misma. Forma parte de la suerte o de la desgracia del hombre de aquella época colonial.

Elvira Rodríguez era una persona sobresaliente, una verdadera generala. Ese tipo de persona no permite que duerman en sí sus capacidades, que se marchiten sus propias actitudes y que se debiliten sus fuerzas. Era un carácter sobresaliente, que necesitaba primeramente ser arrojado fuera de sí mismo, acaso más de lo que sospechaba y sabía antes: para ello el destino no tenía como antecedente otro estímulo que la voluntad de crecer. Es en la desgracia de ser pobre donde más se siente lo que uno es y la vida nos demostró, ahora que todos nuestros hijos estudian en la universidad, que donde exista una generación

resuelta, una familia compacta y estudiosa, el mundo se transformará. Elvira impuso a la familia, en la quinta generación, una nueva actitud: que la verdadera grandeza es el equilibrio en movimiento, donde el ritmo de tirar páginas para la izquierda es el agente de cambio, y la educación su mejor soporte. La verdad es grande y prevalecerá, cuando a nadie le importe si prevalece o no. Desde entonces, he comenzado a copiarlo todo-todo-despacio, penosamente, no sólo para comprender los puntos en que difiere de mi propia versión de la realidad, sino también para mirarlo a largo plazo. La verdad en el cambio radical de nuestra familia es una mujer: Elvira Rodríguez Fernández, enigmática, monomaníaca. Ahora, cien anos después, en el siglo XX1, es cuando se ven claramente sus frutos, cuando los nietos y biznietos, todos egresados de las universidades del país y del extranjero, nos reunimos cada cierto tiempo para festejar su grandeza.



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