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La España de doña Leonor

Por Fernando Jáuregui
sábado 10 de febrero de 2018, 14:00h
Leonor
Leonor (Foto: Fuente externa)
((¿Llegará a reinar? Resulta hasta políticamente incorrecta la pregunta, fíjense))
Resulta curioso, y sintomático, que el primer acto de Doña Leonor de Borbón como futura reina de España, la imposición del toisón de oro el día del cumpleaños de su padre el rey, haya coincidido con la que podría haber sido la jornada de mayor desafío contra la nación y, de paso, contra la Monarquía. Un llegado a la ‘alta’ política por vías accidentales, alguien como Carles Puigdemont, tuvo durante todo el día –y antes, y después—en vilo a un país que resulta ser la décima –o la undécima, no importa a estos efectos—potencia del mundo. Sin duda, una satisfacción íntima para un fugado que ha colocado en situación de riesgo a quienes tenía que haber representado con prudencia y sentido común, algo que obviamente no ha ocurrido porque ni una ni otra cualidad le distinguen.

En los medios, los elogios a la trayectoria de Felipe VI en sus más de tres años como rey se mezclaban con los denuestos al ex president de la Generalitat y aspirante –¿en vano?—a lo mismo. Algo de todo ello sonaba a dicotomía peligrosa, a situación que no puede prolongarse mucho más. Nos desayunábamos con portadas dedicadas a un sin duda buen jefe del Estado, pero más tarde escrutábamos las noticias en las televisiones y en las radios para ver qué iba a ocurrir en un pleno del Parlament catalán que todos intuíamos que estaba abocado a generar aún mayores conflictos en Cataluña. Y, claro, en el resto del país. Al final, ese pleno se aplazó, pero la tensión extrema sigue. ¿Hasta cuándo?

Por ello digo que mal día fue este martes para un homenaje dinástico. Porque, ahora que el padre de la princesa de Asturias cumple medio siglo, en plenitud de funciones y ya casi consagrado como el mejor rey que haya tenido la historia de España, nos encontramos ante un vacío anímico, ante un país al que se le diagnostica parálisis política y forzado a preguntarse si esa inteligente niña de doce años logrará algún día reinar en España, cosa que, personalmente, deseo fervientemente.

Puede que alguien me advierta sobre lo inconveniente que podría resultar un comentario como este. Lo escuché en las últimas horas con motivo de un coloquio al que asistí durante la presentación de un libro mío: resulta poco correcto políticamente, me dijeron, preguntarse si doña Leonor reinará. Y yo creo precisamente lo contrario: hay que empezar a pavimentar el camino de la heredera, ahora que afortunadamente quedan muchos años de vida a su padre. Pero en España nos sigue gustando aferrarnos a lo inmediato e instalarnos en una improvisación política en la que llevamos ensimismados ya muchos años. Nos enzarzamos en lo accesorio, casi en la anécdota, y desdeñamos lo trascendental, popr pereza, negligencia o mero desconocimiento.

No de otra manera cabe interpretar, por ejemplo, esas palabras del presidente de la Xunta gallega, Alberto Núñez Feijoo, reprendiéndonos por especular acerca de la sucesión de Mariano Rajoy: absurdo, dice Feijoo, tratar sobre un tema que no va a plantearse hasta dentro de casi tres años, cuando se acabe esta Legislatura, se celebren elecciones y el propio Rajoy determine lo que quiere hacer con su futuro. Lo siento, pero discrepo del por otro lado creo que excelente político Feijoo: es precisamente ahora cuando hay que empezar a hablar sobre el futuro a medio y hasta a largo plazo, para construir bien el camino, independienteme3nte de que Rajoy loigre, que no estoy seguro de ello, agotar esta Legislatura.

Otra cosa que no sea tratar de bucear en el futuro nos lleva a los continuos golpes de mano, puñaladas de Bruto en espaldas teóricamente amigas, sorpresas desagradables tras maniobras en la ocuridad y nula participación, en el fondo, de los ciudadanos en las cosas que más les interesan.

Pues lo mismo con doña Leonor. Una de las cosas más inteligentes que les debemos a los reyes eméritos, Juan Carlos y Sofía, fue la formación que exigieron para su único hijo varón, destinado a ocupar el trono de España en circunstancias sospecho que menos difíciles –aunque también lo eran—de las que va a vivir la actual princesa de Asturias. Don Felipe es un profesional de la Corona, un hombre del que sospechamos que nada va a desviar del que él cree su deber. Está viviendo momentos complicadísimos, y me parecería lógico –él nunca lo confesaría, desde luego—que sintiese la misma inquietud por la pervivencia de la máxima institución que un día, no solo aquel 23 de febrero de 1981, sintió Juan Carlos I.

Porque la España en la que vivirá doña Leonor de Borbón Ortiz poco tendrá que ver con este país desorientado con personajes en busca de autor, un país cuyo principal activo se llama Felipe de Borbón, un activo que corre el riesgo de ser utilizado para tapar casi todos los huecos, para coser todos los rotos. Habrá de ser un país más democrático, en el que el débil sentido del Estado que actualmente tiene el conjunto de la población civil haya sido sustituido por todo lo contrario, por un orgullo patrio inserto en una Europa más fuerte y más unida. Ninguna de las trapisondas políticas, ninguno de los bofetones que vemos impasibles que reciben las instituciones, deberían entonces ser ya siquiera imaginables.

Algún día entenderemos hasta qué punto lo que algunos comentaristas han llamado ‘el asunto de Cataluña’ ha actuado como vacuna contra algunos de nuestros males tradicionales. Porque en este capítulo, del que dependen tantos otros –la cohesión de las fuerzas políticas, la marcha de las instituciones, la unidad territorial, la actualización de la Constitución y, sobre todo, una reflexión a fondo de la ciudadanía sobre a dónde vamos y por dónde–, ya hemos tocado fondo. Más abajo ya no se puede ir, así que toca ir emergiendo de una vez. Esa España mejor será, quiero creer, la de doña Leonor y la de nuestros hijos y nuestros nietos, sus contemporáneos.

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